Sobre la necesidad de replantearse el canon cinematográfico
Es un hecho incontestable que el número de películas realizadas por mujeres, incluso en la actualidad pese a haberse visto notablemente incrementado respecto a épocas pretéritas, es mucho más reducido que el de producciones desarrolladas por hombres. Asimismo, resulta manifiesto que el trabajo de las mujeres detrás de las cámaras ha sido relegado a ocupar un lugar marginal dentro de la historiografía tradicional dictada por un establishment desde el que se ha impuesto un modelo de representación eminentemente masculino. Así pues, los historiadores y teóricos del cine, incluso en mayor grado que los de otras disciplinas artísticas debido a la inclusión del séptimo arte en el marco de una macroestructura industrial tradicionalmente patriarcal, han eludido la investigación en torno al papel que determinadas cineastas han tenido en la construcción del lenguaje cinematográfico y en el propio devenir del medio. En este sentido, resulta incuestionable que durante mucho tiempo se ha ninguneado una parte importante del corpus fílmico universal para elaborar la construcción del canon estético y narrativo según el cual se ha establecido la valoración crítica que ha condicionado la selección de los grandes hitos del arte cinematográfico. Es por esto que, más allá de la indignación que haya podido generar entre el sector más conservador de la cinefilia, la reciente coronación de Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles como “mejor película de la historia” en la última edición del célebre listado que la prestigiosa revista británica Sight & Sound lleva haciendo cada década desde 1952 es un acontecimiento importante para la comunidad cinéfila más curiosa y desprejuiciada. En primer lugar porque alienta el debate sobre la necesidad de replantearse un canon cinematográfico que inevitablemente está sometido a un proceso de transformación constante, pero principalmente porque la premeditada ruptura del statu quo que se plantea al situar el segundo largometraje de Chantal Akerman (Bruselas, 1950 – París, 2015) en el número uno de esta lista ha servido para otorgar una visibilidad notable a un filme que prácticamente permanecía oculto, pues solo había podido visionarse aisladamente en retrospectivas realizadas en filmotecas, y, sobre todo, para reivindicar a una valiosa cineasta, que pese a gozar de cierto predicamento entre los connoisseurs más refinados y la crítica sesuda, probablemente permaneciera fuera del radar de la mayor parte de espectadores debido a la condición periférica de una filmografía desarrollada en los arrabales de la industria.
El espacio doméstico como cárcel de mujeres
Sin duda, Jeanne Dielman es una película revolucionaria en sus formas cuya contundencia se basa en su capacidad para activar el subconsciente del espectador mediante la enunciación radical que Chantal Akerman hace de los recursos propios del lenguaje cinematográfico en su planteamiento expositivo. Durante gran parte del extenso metraje del filme Jeanne Dielman permanece encerrada dentro del espacio doméstico en una sucesión de planos fijos cuya duración se dilata hasta límites extenuantes para mostrarnos al personaje realizando labores caseras con una parsimonia robótica que produce una sensación de tensa inquietud en el espectador. Asimismo, Akerman establece un interesante uso de la elipsis y la repetición que consigue crear un efecto inverso al que se suele perseguir con estos recursos cinematográficos, haciendo que el tiempo se expanda conformando un eterno todo uniforme (y progresivamente perturbador) donde la cineasta belga potencia la sensación de aislamiento del personaje. Asistimos a la desintegración paulatina del aparente aplomo inicial de una mujer cuya falsaria construcción identitaria se va diluyendo de forma casi inapreciable entre los intersticios de un decurso fílmico que avanza hacia un catártico y liberador final a través de pequeñísimas variaciones sobre las acciones rutinarias llevadas a cabo por la estoica Jeanne Dielman durante estos tres días de su vida retratados con lacónica precisión por Chantal Akerman en este sereno estudio sobre la desesperanza existencial.
La mamá y la puta
Como indica su propio título, Jeanne Dielman es una película que se articula plenamente en torno al estudio de su personaje principal, un ama de casa viuda dedicada en cuerpo y alma a satisfacer las necesidades domésticas de su hijo adolescente que tiene que prostituirse para poder mantenerlo. Akerman construye un relato minimalista y voluntariamente tedioso que desprecia la narrativa convencional y estira una trama prácticamente inexistente para componer un manifiesto poético y combativo expuesto desde un hiperrealismo inmisericorde que termina derivando en una abstracción tan incómoda como fascinante para el espectador. Dielman, a la que presta cuerpo y rostro una excelente Delphine Seyrig, es un personaje constreñido por una bipolaridad (auto)impuesta que se esfuerza en representar las dos facetas esenciales que la sociedad ha consentido a la mujer a lo largo de la historia. De esta forma, Jeanne Dielman desempeña con eficaz automatismo los roles genéricos de madre y de puta renunciando así a su verdadera esencia como individuo para ser dominada por una versión limitada de la feminidad construida sobre una dualidad artificial erigida en base a la necesidad de satisfacer las expectativas generadas por el sistema patriarcal.
Estamos, por tanto, ante un filme cuyo planteamiento discursivo sigue estando absolutamente vigente, donde Akerman desarrolla un subtexto feminista complejo evitando el subrayado maniqueo característico del cine de denuncia social más panfletario potenciando así el carácter subversivo de una propuesta tan exigente como enriquecedora.