Probablemente, la mejor crítica del cine que representa Ulirch Seidl ya la hiciera Daniel Castro en una escena de Ilusión: “¿Usted sabe que estas tres películas muestran al ser humano como un conjunto de vicios y miedos sin ilusión alguna y que, en el fondo, a pesar del supuesto prestigio del pesimismo, no son más complicadas que un episodio malo de El equipo A?”. Hablaba Castro de Haneke, cuyo seguidor más relevante es su compatriota Ulrich Seidl. Rimini es una de las dos partes del díptico Böse Spiele, siendo la otra la polémica Sparta. Es la historia de dos hermanos y de su anciano padre. ¿Con cuál quedarse? En el pasado Festival de Cine de Gijón, la nación crítica lo tenía claro: “la buena es Rimini”. Sparta, por su parte, con los escándalos alrededor de su producción, se exhibió en el Festival de San Sebastián. Independientemente, Rimini es el envés cómico del díptico. Bueno, cómico dentro de lo cómico que pueda ser Seidl, que no es mucho. Richie Bravo (Michael Thomas) es un clásico hijo de puta del amplio muestrario de hijos de puta del austriaco. Antiguo cantante melódico de éxito, se ha reconvertido en un icono para viajes del Imserso en Rimini. Allí actúa para unas entregadas menopáusicas con las que se encama a cambio de dinero. Su sordidez vital se ve acrecentada por una densa bruma física que envuelve a los personajes y su moral. Todo cambia cuando se presenta en su puerta su hija, a la que hace 18 años que no ve, con un novio no precisamente ario. Si ya iba de camino al infierno, el repulsivo Richi se tira definitivamente por un tobogán.
El problema de Rimini es el de todos los dípticos: si tienen una coherencia y no vemos el total, la cara y su revés, es difícil evaluar. Así, desprovista del elemento que une Rimini y Sparta, como es la historia paterna, es un filme que se presta a conclusiones. Indudablemente, Richie Bravo es un magistral icono de la decadencia. Pero lo es en la misma medida que pueden serlo Bruno Clément o François, inmortales personajes creados por Michel Houellebecq. Es decir, que nos gustan de una manera torva, pues lo mismo sirven para criticarlos como para despotricar de la sociedad que los ha provocado, poniéndonos frente a nuestros prejuicios raciales y xenófobos. Así, desprovisto del marco, Rimini presenta una inquietante premisa. Europa es un lugar ocupado por una generación de blanquitos avejentados, viciosos y decadentes, cuyo único destino en la vida solo puede ser el verse arramblados por hordas y hordas de inmigrantes. Los mismos que descansan en las aceras y las playas de Rimini, sin oficio ni beneficio. Los mismos que ocuparán el lugar vital y emocional de Richie. Pero también acepta la lectura progresista: esa suplantación es la venganza histórica de los que, como el padre de Richie, abrazaron el racismo e inocularon sus prejuicios a su descendencia.