El desencanto de la maternidad modélica
Tercer largometraje de Elena Trapé que firma junto a Miguel Ibáñez Monroy una historia intimista e introspectiva premiada con el mejor guion en el Festival de Málaga. Irene (Laia Costa) se acaba de divorciar, se ha instalado en un nuevo piso y ha de pasar el primer fin de semana sin su hija. La ciudad se le cae encima y decide irse a una casita familiar en los Pirineos. El pequeño pueblo, prácticamente abandonado, se mantiene en pie gracias a los cuidados del último vecino. El viaje, que en un principio evoca dulces recuerdos de infancia, se va volviendo cada vez más abrumador.
Laia Costa vuelve a la misma temática que la llevó a ganar el reciente Goya a mejor actriz con Cinco lobitos, la maternidad. En esta ocasión, a través de la ausencia y la herida que deja la distancia entre una madre y su hija. El amor de madre que pasa entre generaciones, ese espejo en el que nos vemos reflejadas al repetir patrones, un consejo que en principio rehuimos y más tarde replicamos. Una herencia que aún hoy se transmite de madres a hijas, tener a todo el mundo en mente aún cuando no están a tu lado, incluso cuando no es tu fin de semana. La carga mental a la que la maternidad no es capaz de escapar y el grandísimo sentimiento de culpa por no estar. La actriz regala una interpretación profunda y reflexiva que trabaja el misterio de un personaje hermético, encerrado en sí mismo.
La promesa de una pareja estable, una crianza compartida y la imagen de la madre ideal resultan un desengaño. La directora ya ha trabajado antes con este sentimiento de desilusión que despiertan las expectativas frustradas, en Las Distancias (2018) describía el desencanto de un grupo de amigos que habían de afrontar la realidad de la madurez. Una radiografía generacional con una mirada honesta y transparente hacia los personajes, sin embudos, sacando a relucir su peor parte. También como descripción generacional, Trapé encaja su historia en una corriente de directoras con un modelo de realismo que coloca a sus protagonistas en el medio rural, una inquietud evidente por esta realidad y una fórmula muy explotada en los últimos años.
La naturaleza se presenta como un lugar al que escaparse y una oportunidad de desintoxicación en contraposición con el hábitat urbano y su frenético día a día, pueblos abandonados para gente que necesita un refugio. Los planos amplios que enmarcan los grandes espacios del Pirineo vacíos de gente resultan sobrecogedores y dan una sanación de soledad y desasosiego. La cineasta aísla al personaje de Irene, lo plantea como una huida del divorcio, de la familia y de su realidad, pero lejos de sentirse liberada se ve obligada a afrontar sus propios sentimientos. En un lugar en el que no hay donde esconderse, se ve obligada a recorrer un camino que no tiene más remedio que andar sola. Este sentimiento de soledad se percibe en los encuadres que se alejan de la protagonista y muestran el espacio a su alrededor, aislándola de mundo exterior.
Nos sumergimos y buceamos hasta perdernos en los sentimientos de Irene en una historia especialmente contemplativa, con una cadencia muy pausada y una abundancia de silencios, que puede no resultar para todos los gustos. Si hay algo que rompe el ritmo interno de la protagonista son los personajes secundarios: Pep Cruz interpretando al amable vecino ermitaño y la debutante Ainara Elejalde, una joven que también escapa de su propia realidad. Este extraño grupo de inadaptados generan una curiosa mezcla y una buena premisa que más tarde no parece recoger sus frutos. Daniel Pérez Prada también aparece como fuerza disruptiva, aportando humor a la película hasta un punto escatológico. Sus escenas rompen totalmente con el tono marcado previamente, pero al mismo tiempo dan un poco de aire a tanta intensidad, lo cual demuestra que era necesario un momento de respiro.
Retrato de un momento vital y profundo análisis del personaje principal, de las contradicciones de sus sentimientos y las consecuencias de sus decisiones. Vivir presa como en una gruta entre las rocas, dejando que tu propia pena te hechice y te atrape. Irene intentará en estos días en el campo liberarse de la tristeza, pero también de los remordimientos y la culpa. En la última escena tenemos la oportunidad de ver brillar a una Laia Costa pletórica con un maravilloso monólogo, ante una llamada telefónica cargada de emoción. Este momento de catarsis cierra el filme con un muy buen sabor de boca al poder abrazar finalmente a la protagonista por fin liberada.