A ver, entiéndaseme. Este es un libelo “en contra de” elaborado con el indisimulado propósito de sacarle brillo a mis desentrenadas aptitudes de tertuliano con ínfulas sofistas. Ya sabéis, aquellos filósofos que preferíamos al pelotón de los presocráticos por la simpática razón de que podían defender tanto una cosa como la contraria; por el mero placer de polemizar, de hacerse un nombre, de recibir algún que otro pago mercenario. ¡Criaturas!
Porque seamos francos… ¿a qué cinéfilo de pro no va a gustarle el cine de Christopher Nolan? Esos juegos de malabares con el tiempo, la voz profunda de Michael Caine informando de dónde está el mando a distancia de la batcueva o recitando la lista de la compra, el giro inesperado que te hace musitar un “¿qué demonios…?” —mucho más castizo que el omnipresente wtf—, la estructura en espiral, el subidón patrocinado por los sintetizadores de Hans Zimmer (¿sabíais que este tipo acompañó a Mecano en uno de sus conciertos? ¿A que si os lo imagináis junto a Nacho Cano ya empezáis a relativizar la épica del teclado electrónico?); el prestigiar al espectador a fuerza de hacerle creer que es inteligente por no haberse perdido en tamañas tramas infumables, el retruécano del retruécano y la junta de la trócola. Nolan es sinónimo de cine grande (miento: pensado a lo grande), pero temeroso de un deslumbramiento irremediable —siempre a resultas de su talento— que te pueda llevar a achacarlo todo al simple artificio. Nolan te quiere en shock, pero no anestesiado.
Los anglosajones —que tienen una expresión certera para describir cualquier estado de ánimo alterado— lo llamarían “sense of wonder”, ese “estado maravillado” durante el cual no sabes muy bien en qué lugar del fotograma fijar tu caprichosa mirada. En este Cirque du Soleil filmado —en riguroso, ostentoso y obsoleto celuloide—, las tres pistas circenses están ocupadas y sabes que todo acabará colidiendo en un maravilloso crescendo final. Pasado, presente y futuro estallarán en una gloriosa sensación de tempo fuera del tempo, de estado de flujo capaz de convencerte de que algún arcano ha sido revelado. Pero, ¿cuál?
Pongamos que su filmografía comenzase con Memento (2000) —sabemos que no fue así, pero seamos sinceros… ¿quién ha visto Following (1998)?—. Pongamos que vuestro primer atisbo de su genialidad fuese esta cinta que se lo jugaba todo al rojo par y pasa, una de las películas más tramposas de la historia del cine y en la que el director daba por descontado… pues que verías su trabajo dos veces, amparado en la muy particular dolencia de su protagonista. Y que lo harías inmediatamente después de haber acabado tu primer visionado, con ganas y espíritu crítico, ahora que conocías las razones de su conducta. Poder comprobar como todo —y he dicho TODO— encajaba en aquel rompecabezas reseteado cada pocas escenas.
Una de las claves del cine de Nolan: la necesidad de reconocimiento. Él es el chico más listo de la clase y tú, embriagado y devoto, puedes comprobar fácilmente que el artificio cuadra, que no hay cabos sueltos, que el mecanismo funciona a la perfección. Los cronómetros de Nolan pueden estar marcando minutajes distintos y avanzar o retroceder a voluntad, pero… esa danza, ese tic tac, esa relatividad especial para dummies. Eso está ahí. ¿Puedes sentirlo?
Dejadme picotear entre su filmografía, porque este es un artículo de tesis, o sea: de esos que pretenden demostrar lo que tan solo es una apreciación subjetiva. Puedo dejar a un lado Insomnia (2002) (¡qué dos grandes actores desperdiciados!) o ese pasatiempo de prestidigitador titulado aquí El truco final (El prestigio) (2006). Me interesa mucho más su trilogía de Batman, ese cruce entre Ridley Scott y David Lean en relectura siniestra. Sí, todo grande, muy grande.
No os descubriré nada que no sepáis: lo brillante que es El caballero oscuro (2008), lo recargada y falsamente nihilista que resultaba en cambio El caballero oscuro: la leyenda renace (2012). Estamos en el momento álgido de su carrera, ese en el que demuestra ser capaz de devolver a las tinieblas a un personaje nacido para habitarlas. Sí, se podía tener sentido del espectáculo sin necesidad de insultar a tu audiencia. Se podía hacer cine de superhéroes con firma. Se podían muchas cosas y pocas de aquellas lecciones fueron tenidas en cuenta.
Pero es que entre medio de ambas tenemos Origen (2010), una especie de Viaje alucinante (Richard Fleischer, 1966) para estudiantes de cuántica (como extraescolar, en el instituto). Ahí empezó su idilio con la línea temporal, con el aquí para este, el ahora para aquél y el nunca para el de más allá. El Señor de los Relojes jugaba a científico y a artista: excusa argumental de revista de divulgación, esforzada presentación de cuadro de Escher desbordante de engaños visuales. Deslumbrante, inverosímil, excitante. El género ya existía hace décadas: el thriller para nerds. “Dime qué es lo que no has entendido que yo te lo explico”.
Interstellar (2014) jugaba con las paradojas que tan bien nos había explicado Carl Sagan en la serie Cosmos (1980). Duración desmesurada, más ciencia ficción “razonable” (que no es sinónimo de razonada) y un salto mortal que aportaba el broche final a su perfil de filmmaker total: el romanticismo metafísico. Pero cualquiera les dice a sus fans que Interstellar es Ghost (Jerry Zucker, 1990) en la cuarta dimensión.
Por si no nos bastase con esta confesión, tres años después descubrimos que también era un admirador de Michael Powell y Emeric Pressburger. Dunkerque (2017) vendría a ser otra de aquellas historias morales de los realizadores británicos, substituyendo el juicio en el más allá por el milagro del punto de vista fluctuante y la elongación del “momento”… en el más acá. Por tierra, mar y aire, Nolan se regodea en un acontecimiento que dura apenas unos minutos, apenas unas horas, apenas unos días. Nuevamente, relatividad para principiantes: la importancia del punto de vista, la importancia de las referencias espaciales, la importancia de aquello que señala tú reloj (y solo el tuyo).
El resultado es un espectáculo de primer orden que exige —aquí sí de verdad— su visionado en una sala de proyección en condiciones. Los 70 mm., las últimas virguerías en sonido envolvente, el diapasón de hipnotista con el que acaba obteniendo la anhelada reacción (abandonarse al relato, contagiados todos de esa sensación de resolución postergada pero percibida como inminente, como urgente).
Con Tenet (2020) los haters lo tuvimos mucho más fácil. Porque el Señor de los Relojes se pasó de frenada, explicándonos el intríngulis en cinco apresurados minutos (como si del episodio bisagra de una serie de J.J. Abrams se tratase) y llevando los principios de la suspensión de la incredulidad más allá de Orion, de la puerta de Tannhäuser y de la paciencia del ya de por sí castigado espectador post-pandémico. Una trama directamente rocambolesca que se hacía y se deshacía sobre sí misma y en la que todo —textualmente— era posible, con saltos temporales que no lo eran, multiversos balísticos, pulsos newtonianos y, en suma, desvaríos de guionista genialoide que recordaban a los peores momentos de la filmografía de M. Night Shyamalan.
Nolan seguirá haciendo lo que le venga en gana —no cuestiono aquí su independencia— y regalándonos genuinas experiencias cinematográficas. Y el cinéfilo, por definición, es un tipo enamorado de la liturgia, de la codificación, de cualquier constructo que tenga la osadía de presentarse a sí mismo como un reto, como un desafío. No le faltarán seguidores, pues.
Con todo, su cine empieza a verse lastrado por una agotadora obligación de pasmo. Los recursos llevan ya unas cuántas películas siendo los mismos —el cómo se cuenta lo que se cuenta, con el Tiempo convertido en coro griego— y el británico-estadounidense fía su oficio en la orgía del post-proceso, del montaje embriagador, de la superposición de capas. Nolan se debe a su presupuesto pornográfico y comienza a tener maneras de mayordomo entregado, embebido en su labor de poner en hora las dos docenas de carillones desperdigados por otra de esas mansiones efímeras que alza, habita y abandona.