El sol del futuro, de Nanni Moretti

El sol del futuroEn los últimos documentales de Agnès Varda aparecían siempre sus propias manos. La directora las exhibía con orgullo, pues en las manchas y las arrugas que las cubrían, se adivinaba el paso del tiempo y las vivencias que la habían llevado hasta allí. La última película de Nanni Moretti, el legendario director de Caro Diario (1993) o La habitación del hijo (2001), también nos habla, entre otras cosas, del paso del tiempo. Reflejado en las arrugas de su piel, claro, pero también en el patinete eléctrico que sustituye la incansable moto con la que treinta años atrás recorría la Ciudad Eterna, como signo irrefutable del cambio de paradigma. Y sobre todo, en su incapacidad de comprender el mundo que le rodea, que avanza a gran velocidad mientras él observa inmóvil.

Tras la menor Tres pisos (2021), que pasó sin pena ni gloria por el festival de Cannes, Moretti volvía a la meca del cine de autor con El sol del futuro, que supone al mismo tiempo un retorno a los lugares comunes de su cine: a la comedia irónica, a la autoficción, al comunismo, a su pasión por el baile, a la obsesión por rodar, de una vez por todas, un musical, y a su amada Roma. La película sigue a Giovanni (alter ego de Moretti), un director de cine inmerso en el caótico rodaje de un musical ambientado en una delegación romana del PCI (Partido Comunista Italiano) durante la invasión soviética de Hungría. En la vida real, Giovanni lidia con las dificultades de su propia vida: su inminente divorcio, una hija que se hace mayor, su lucha con Netflix y con la deriva intrascendente del cine actual y, en general, con la dificultad de navegar por un mundo cambiante en el que parece haber perdido la fe. En realidad, Moretti mete en su película todo aquello que ama y todo lo que odia. Habla de política, de sus desengaños con el comunismo italiano —cómo olvidar la escena de Abril (1996) en la que grita al televisor “¡D’Alema, di algo de izquierdas!”, durante un debate entre Berlusconi y el candidato zurdo—, pero también de las utopías en las que todavía cree. Habla, en un ejercicio de autocrítica, de su personalidad neurótica y complicada, y de cómo esta ha afectado en sus relaciones personales. Habla del cine que admira, el de Fassbinder, de Fellini y de Godard. Pero también del de Netflix y las producciones hechas con poca conciencia moral y mucho dinero. De hecho, una de las mejores escenas de la película gira en torno a la representación banal de la violencia en el cine actual. Moretti, qué digo, Giovanni, trata de convencer a un joven director de que no debe filmar una escena extremadamente violenta. Sirviéndose de los argumentos de Rivette y Godard sobre la moral del cine, así como del respaldo de artistas, científicos y críticos, expone con vehemencia su caso. Tras horas de debate unilateral, se retira, derrotado. Un maravilloso plano lo encuadra alejándose del rodaje mientras, de fondo, los actores ruedan la escena como si nada hubiese sucedido.

El sol del futuro

Dicho así pudiera parecer un film extremadamente pesimista, hasta deprimente. Pero subyacente a ese tono amargamente cómico que impera durante buena parte del metraje, se hallan destellos de luminosidad que poco a poco se apoderan del film. Tal vez Moretti se ha hecho mayor, y cada vez le cuesta más entender el mundo que le rodea, pero en un ejercicio de liberación, acepta su voluntad de vivir en él y de encarar el futuro con alegría. Un impulso de joie de vivre se adueña del director y de todos nosotros y, por unos instantes, el mundo se detiene para bailar al ritmo de Voglio vederti danzare.

El cuco, de Mar Targarona