Monstruo, de Hirokazu Kore-eda

Haciendo trampas al solitario

MonstruoLos grandes festivales de cine internacionales, como Cannes o Venecia, han supuesto históricamente una plataforma clave para la introducción y promoción de la producción nipona en occidente a lo largo de la historia del cine, contribuyendo significativamente a la apreciación y difusión de las películas japonesas en todo el mundo. Aún con la aparente hiperconectividad de la sociedad contemporánea, estos festivales siguen resultando una pieza clave en el filtrado y selección del cine de todo tipo de geografías no occidentales; jugando por tanto un papel clave en el establecimiento del canon que decide qué autores deben ser los destacados en cada momento. En los últimos años, el cupo de cine japonés ha sido cubierto de manera recurrente por directores como Naomi Kawase, Ryusuke Hamaguchi o Hirokazu Kore-eda, haciendo que en ocasiones nos preguntemos si el circuito festivalero quizás haya pervertido la teoría de autor para devenir meramente en una plataforma comercial paralela con productos prefabricados para su consumo por parte de un público supuestamente japonófilo.

Desafortunadamente, Kore-eda representa un caso paradigmático al haber ido ganando notoriedad comercial de manera directamente proporcional a su presencia en festivales —desde su primera aparición en el Festival de Cannes de 2004 con Nadie sabe hasta llegar a ganar la Palma de Oro en la edición de 2018 gracias a Un asunto de familia— mientras la calidad de sus trabajos iba deteriorándose en paralelo. Sus últimos largometrajes —tanto la ya citada Un asunto de familia como incluso de manera más pronunciada Broker (2022)— juegan con posicionamientos morales cuestionables, que podrían llegar a considerarse subversivos e incluso interesantes si no estuvieran cubiertos de una mirada en demasía tendenciosa y melodramática. El film que hoy nos ocupa, Monstruo (2023), también recibía este mismo año el beneplácito de Cannes al otorgarle el premio al Mejor guion del certamen, cosechando críticas que hacían pensar en la vuelta de un Kore-eda más ambiguo y sutil.

Monstruo

Monstruo se presenta como un relato narrado desde tres puntos de vista sucesivos, donde cada iteración desvela al espectador una versión distinta sobre los mismos hechos. Al igual que ya homenajeó a Yasujiro Ozu con Still Walking (2008), Kore-eda parece aquí reverenciar a otro de los grandes directores del cine nipón con una estructura que remite al clásico Rashomon (1950) de Akira Kurosawa. Sin embargo, a diferencia del citado título, las dos primeras vueltas a la historia de Monstruo se sienten deliberadamente tramposas y sesgadas. Resulta demasiado evidente que el director está jugando con el espectador, donde el montaje de algunas secuencias se percibe como claramente artificioso y confuso, con algunos giros dramáticos engañosos, que rompen el ritmo al descubrirse como irrelevantes para el transcurso del resto de los acontecimientos. La excusa para la utilización de este dispositivo se intuye tras el título de la cinta y se confirma durante la tercera parte, donde un punto de vista más objetivo destapa lo realmente sucedido. Dicho recurso se antoja como innecesario, pues el truco hubiera funcionado de igual forma con un andamiaje más honesto, pues el subrayado sobre el engaño funciona en su contra, al sugerir una falta de confianza del director en la fuerza de su propia historia.

Esta aproximación realmente sorprende, pues en segundo plano hay un conjunto de elementos verdaderamente interesantes en la propuesta. Están ahí las preocupaciones habituales del autor: la reivindicación de modelos de familias no tradicionales en una sociedad fuertemente machista así como una feroz crítica a la obsesión japonesa por el mantenimiento del status quo como valor fundamental por encima del cuestionamiento de cualquier problema más profundo. Por eso decepciona cuando la resolución de algunas subtramas queda aparcada ante la revelación del misterio central, sintiéndose sus personajes secundarios como meros instrumentos al servicio de la maquinaria melodramática principal. Eso sí, el despliegue visual sobre todo del último tramo resulta exuberante y acogedor, con un preciosismo muy característico del cine nipón y del que Kore-eda es claramente heredero. Aun así, cuando llega de nuevo la decisión sobre cómo enfocar la conclusión de la historia, resurgen las señales de un mayor interés por el efectismo que por explorar en profundidad los temas planteados. Rescatando la misma solución empleada por Aronofsky para salir del atolladero este mismo año con La ballena (2022), Monstruo concluye con un fundido en blanco acompañado de un subrayado musical melodramático. Sobran más comparaciones.

Misterio en Venecia, de Kenneth Branagh