Con esa tenacidad ventosa de ladilla, la misma por la que el sustantivo sequía resulta inseparable del adjetivo pertinaz, así sucede que no hay manera de escribir western sin adherirle lo de “crepuscular”. Los asesinos de la luna no escapará a esa etiqueta, pero su uso puede ser erróneo. Lo crepuscular aquí no es el género, sino el cine de Scorsese. Obviamente, la importancia para EE.UU., ese país traumatizado desde tiempos inmemoriales por su mito fundacional, de un filme que no deja títere caucásico con cabeza en su responsabilidad en el exterminio de sus nativos, es indudable.
Pero para un europeo, o un habitante del sur de Europa (que no viene a ser lo mismo), por encima de su condición antropológica y etnográfica, resulta más interesante cómo Scorsese retuerce el material periodístico original de David Grann para convertirlo en una versión de época de Uno de los nuestros. No hay chaquetas de cuero ni pantalones de campana ¡ni cocaína! pero la historia y el desarrollo de sus personajes es prácticamente idéntica a la del mítico Henry Hill. O por decirlo de otra manera: la ambición que lleva al crimen y la inevitable traición siguen siendo el eje principal, por más que lo camuflen con ponchos, pinturas de guerra y plumas.
Desde esa interpretación como cierre a su obra, cobra sentido el duelo interpretativo entre los dos actores a los que debe su carrera: el Robert De Niro de sus inicios, y que rehabilitará a Scorsese de las drogas en los 80 gracias a Toro salvaje, y Leonardo DiCaprio, cuya ambición por el Óscar lo salvó de la semi prejubilación de sus colegas contemporáneos (De Palma, Lucas, Coppola), desde que se encontrarán en la cabina del piloto Howard Hughes en El aviador. A De Niro lo rodea la misma aura de despedida que a Scorsese en la que acaso sea su última gran interpretación en su enésimo papel de cínico. El segundo es, de lejos, lo más discutible del filme. Cierto que lo suyo es lo más difícil, pero no lo es menos que en todo momento se muestra reacio a entregarse a su papel de palurdo integral. Su personaje es manipulado por su tío, pero el actor que lo encarna se niega a renunciar a su naturaleza de icono romántico. El triángulo lo cierra una estupenda Lily Gladstone con una interpretación silente, muy lejos del histrionismo de De Niro y DiCaprio, por la que tiene complicado perder el Óscar (lo siento, Emma Stone).
Los asesinos de la luna es también una antología formal de Scorsese. O casi. Porque si hay asesinos hay, inevitablemente, asesinatos. Sin embargo, carecen de la grandilocuencia de Uno de los nuestros, de esa coreografía sádica y morbosa al ritmo de Layla de Derek and the Dominos. Como si quisiera negar buena parte de su herencia estética, que convirtió la violencia en un espectáculo de primera, la mayor parte de los crímenes son rutinarios, impregnados de una violencia funcionarial. De sus películas sanguinolentas es de las menos violentamente gráficas de su carrera. Si El irlandés debía entenderse, por más que cuatro idiotas indocumentadas lo acusaran de falocentrismo, de una rendición de cuentas a sus hijas por parte de un padre ausente, da la impresión de que esta es una lección de cine para la pequeña Francesca, la emergente estrella en redes sociales. Tal vez por eso es la más clásica y contenida de sus últimas películas, con apenas un movimiento notable de steady y profusión de drones. Nada del de-aging de El irlandés. Los efectos especiales son de corte realista. La cámara lenta se aplica con cuentagotas y académicamente. Hay que esperar al desenlace para que Scorsese, perro viejo, se saque el enésimo conejo formal de su chistera… con sorpresa final. El tecnófilo convencido y militante se despide (de momento) recordándonos que el cine no es un problema de medios, sino de ganas de narrar de manera original. Con lo que tenemos, podemos hacer maravillas sin recurrir a caros efectos computacionales (¿acabaría ofendido de que se metieran con el de-aging?) Al hacerlo, de nuevo, no podemos dejar de pensar en el homenaje similar a Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter, 1903) y su ruptura de la cuarta pared con la que concluye Uno de los nuestros. El cine, tan antiguo y tan revolucionario.