En 2020 Sara Mesa estuvo en boca de todos. Su novela Un amor (Anagrama) obtuvo el premio Las Librerías Recomiendan, al año siguiente ya contaba con nueve ediciones y hasta día de hoy ocupa un espacio visible en la mayoría de librerías. Quien aún no conocía a la autora sevillana aterrizó en su ficción adentrándose de lleno en la incomodidad asfixiante que la caracteriza. Para los que nos quedamos prendados de su excelente narrativa, especialmente por la tremenda angustia de las situaciones que recrea, fue el punto de partida para seguir descubriendo sus novelas. Mesa recoge temas tabú para construir relatos que hablan del miedo y las convenciones sociales, ofreciendo un punto de vista inquietante sobre aspectos cotidianos de los que todo el mundo suele tener una opinión inamovible. Recrea situaciones sórdidas obligando al lector a reflexionar sobre aquello políticamente incorrecto, aportando una mirada peculiar y directa, difícil de equiparar a cualquier otro autor o autora de su generación.
Realizar una adaptación cinematográfica de una obra literaria no es tarea fácil. La presión de las expectativas es inevitable, y también el miedo a destrozar una creación que no te pertenece, aunque se trate de piezas artísticas distintas cuyo valor debe considerarse por separado. Pese a la conocida coletilla de que el libro es siempre mejor que la película, es incuestionable que el cine nos ha brindado obras maestras basadas en novelas cumbre, como son los casos de Lolita (Stanley Kubrick, 1962), Carrie (Brian de Palma, 1976) o Las vírgenes suicidas (Sofia Coppola, 2001). En la filmografía de Isabel Coixet (El techo amarillo, Nadie quiere la noche) encontramos varios largometrajes basados en textos ajenos. Mi vida sin mí (2003), cinta que supuso un salto internacional después de ganar dos Premios Goya, se basa libremente en el relato corto “Simulando que la cama es una balsa”, de la escritora estadounidense Nanci Kincaid. En 2008 llevó a la pantalla la novela de Philip Roth Un animal moribundo (2001), bajo el título de Elegy, y en 2017 adaptaba La librería (1978), de la autora inglesa Penelope Fitzgerald. Esta vez se lanza a la piscina con Un amor, cuya repercusión, ligada a los temas que analiza, lo convierten en un trabajo peliagudo que Coixet resuelve de manera notable. Sin traspasar la fina línea que Mesa traza entre lo incómodo y lo repugnante, la cineasta elabora un ejercicio mesurado que abraza las particularidades de un libro complejo, aportando aquí y allá algunas pinceladas de su universo, pero respetando en todo momento la esencia de la historia en que se basa.
Nat (Laia Costa) deja su trabajo como traductora simultánea en una oficina de admisión de refugiados para empezar de cero en un pueblo alejado de la multitud. El prólogo, flashback en el que la protagonista interpreta el desolador testimonio de una joven que se ha visto obligada a huir de su país, va reapareciendo a lo largo del film, en paralelo a las experiencias que Nat afrontará en el nuevo lugar. Estas imágenes explican el reverso emocional al que estuvo expuesta, hecho que forzó la decisión de dejar su vida atrás, a la vez que enmarcan el declive que acabará significando para ella esta experiencia, en una simbiosis final que equipara un doloroso pasado con el no menos quebradizo momento actual. Descubrimos el nuevo hogar junto a la joven, una casa que, literalmente, se cae a pedazos. Este pasaje recuerda a cuando los protagonistas de Suro (Mikel Gurrea, 2022) o Creatura (2023) también proyectaban un próspero futuro sobre la idealización de lo rural. En este caso, la decadencia del paisaje es más evidente, pero la urgencia sigue naciendo de un punto en común: la búsqueda de una tranquilidad inexistente en la urbe. Otro aspecto que difiere de los títulos mencionados es que Nat se muda sola, razón por la que todos los vecinos sentirán la libertad de preguntarle, increpándola con comentarios y advertencias paternalistas.
De manera consciente se representan tres tipos de masculinidades distintas. Por un lado está el casero (Luis Bermejo), un machista de manual que no se hará cargo de ninguno de los desperfectos que convierten la casa en un lugar inhabitable. El hombre entra y sale a su antojo, generando momentos incómodos que subrayan la aparente vulnerabilidad de la protagonista. Por otro lado tenemos a Piter (Hugo Silva), el artista bohemio al que solo le interesa escuchar su propio discurso. Este se convertirá en el primer “amigo” de Nat, cuya insistencia y chulería servirán para acrecentar la distancia entre ellos, llegando a un desencuentro final que dará lugar a la escena más desgarradora de toda la película. Por último aparece Andreas (Hovik Keuchkerian), conocido como “el alemán”, a quien todo el mundo describe como un tipo extraño. Reparte verduras a cambio de la voluntad y es el “manitas” de la comunidad. Cuando Nat llega al pueblo, advierte inmediatamente la existencia de dos bandos: Andreas frente al resto. En un primer momento, el vecindario intenta introducirla en su círculo: la invitan a fiestas y le ofrecen ayuda cuando la necesita; sin embargo, ella irá sintiéndose cada vez más desubicada en estos espacios compartidos, a la vez que su curiosidad por Andreas irá in crescendo.
La relación entre los protagonistas surge de la manera menos orgánica posible: él le ofrece ayuda con las goteras a cambio de sexo. Al principio, esta propuesta la hace sentir cosificada, pero después de otra noche de lluvias torrenciales se plantea el intercambio y decide salir en su búsqueda. Tras un primer encuentro sexual incómodo y violento, donde Nat se juzgará a sí misma por la decisión que ha tomado, la historia entre ellos, que nace de necesidades individuales, evolucionará de forma sorprendente. Andreas, un hombre sencillo y de carácter pragmático, simplemente necesita compartir cama de vez en cuando con cualquier mujer, evitando todo tipo de ataduras sentimentales. Nat, en cambio, empieza a alimentar una dependencia, sobre todo física, hacia Andreas. Encuentra calma en el cobijo que él le brinda e insiste en la gestación de un vínculo emocional que los una. La falta de comunicación y un deseo divergente hará que sus caminos vayan, irremediablemente, en direcciones opuestas.
La opresión de la protagonista es doble: por un lado, el pueblo la cuestiona por no esforzarse lo suficiente en su integración, y por otro, se siente sometida por un espacio disfuncional en el que no puede caminar tranquila sin tener miedo a que una teja le abra la cabeza o, peor aún, a que el miserable de su casero invada su espacio personal. Este ahogo queda perfectamente representado gracias al formato cuadrado, decisión técnica que nos sirve para empatizar con su estado emocional. Uno de los pocos elementos que dejan entrever la cinematografía de Coixet es el diseño de sonido: hay dos escenas en la película (un viaje en coche compartido por Nat y Andreas y la última secuencia) que nos trasladan instintivamente a otros films de la directora catalana. La resignificación del baile y un particular estilo musical destacan en la mayoría de sus obras, elementos en los que aquí reconocemos su singular forma de filmar. Bet Rourich realiza una labor brillante en la dirección de fotografía, impecable y oscura, retratando de forma precisa la incomodidad de esta turbia historia: estilísticamente alejada de las luces y los tonos que impregnaban Foodie Love (2019) o Mi vida sin mí (2003), y en el polo opuesto a la luminosidad de los espacios abiertos de La vida secreta de las palabras (2005).
Coixet se toma la licencia de añadir una especie de epílogo inexistente en la novela de Mesa: una conmovedora escena final que sirve a la protagonista para zanjar el asunto con el pueblo que ahora deja atrás. Una poética secuencia que puede leerse como una despedida, en cierto modo agradecida, de un lugar en el que no ha encontrado lo que buscaba, pero donde ha tenido la oportunidad de conocerse un poco más a sí misma. Dolida con la experiencia, Nat se dirige a la naturaleza en un arrebato liberador que funciona como punto y aparte, y la sitúa ante un nuevo y esperanzador comienzo.