Exorcismo a la intolerancia
La década prodigiosa de Friedkin (los años 70, indudablemente), arrancó con Los chicos de la banda, una película algo olvidada en los acercamientos a su filmografía y que despunta hoy como una de las muestras seminales de un genuino cine queer industrial —con todos los matices que a continuación haremos— que por desgracia no tuvo continuidad en Hollywood.
Mucho antes de las rutilantes denuncias de desigualdades por razones de sexo y género tan del agrado de la concienciada Academia, una producción cinematográfica pionera tuvo el valor de decir algo tan radical por aquél entonces como que… sí, la homosexualidad existía y era vivida con toda la normalidad que las circunstancias permitían. Los márgenes se hacían oír en una década sobrecargada de musicales y de esforzados intentos de normalización racial (por mucho que nos puedan parecer hoy en día tan naifs En el calor de la noche (Norman Jewison, 1967) o Adivina quién viene esta noche (Stanley Kramer, 1967)).
Pero empecemos hablando de nuestro hombre. Estamos ante la cuarta realización cinematográfica de un Friedkin que había empezado a foguearse en el ámbito televisivo a principios de los años 60. Trabajó con Cher antes casi de que fuese Cher —Good Times (1967)— e incluso con un Jason Robards recién llegado de un rodaje con Sergio Leone… y a punto de ponerse bajo las órdenes de Sam Peckinpah.
Así que su carrera hubiese sido muy distinta de no haber aceptado este desafío y cumplir sobradamente con aquello que se le pedía: la adaptación más o menos milimétrica del original teatral. Porque su origen escénico era innegable: nueve personajes pretendidamente arquetípicos y un espacio muy limitado en el que verlos relacionarse. De hecho, existe todo un subgénero en el cine estadounidense que yo bautizaría como “gente encerrada haciéndose daño” y al que pertenecen cintas como 12 hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), ¿Qué fue de Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962), ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Mike Nichols, 1966) o la más reciente Agosto (John Wells, 2013). Todas tienen ese aire a Tennessee Williams on fire, a ajuste de cuentas con alguien a quien queremos u odiamos cordialmente (si hubiese grandes diferencias, no habría drama): gente atormentada, proyección, traumas de infancia, represión sexual…
Aunque nadie apostaba un carajo por la obra de teatro de Mart Crowley, lo cierto es que se mantuvo dos años y medio en cartel (1000 y pocas representaciones en el off-Broadway, ni que decir tiene) entre abril de 1968 y septiembre de 1970. Esta vez tuvieron el buen gusto de conservar el elenco original para su adaptación cinematográfica… pero por una razón “práctica”, fruto del estigma al que se enfrentaría cualquier actor consagrado que aceptase uno cualquiera de aquellos (nada codiciados) roles.
¿Y qué tenían estos de extraordinarios? Pues que 8 de los 9 protagonistas eran abiertamente homosexuales. Por mucho estudio avanzado de sexualidad masculina firmado por Kinsey que hubiera de por medio, lo cierto es que hasta 1962 no se decidió a despenalizar la sodomía un estado de los EE.UU. (Illinois) y el Gay Liberation Front se constituyó mientras la obra de teatro se representaba en Nueva York. (De hecho, los actos sexuales podían ser motivo de castigo en algunos estados hasta una fecha tan cercana en el tiempo como 2003).
Paralelamente, el asunto de la autocensura. El código Hays se había dado por finiquitado en 1967 (ni que decir tiene que la representación de la homosexualidad equivalía a promocionar la aberración sexual), pero la recién implantada calificación por edades de la MPAA tampoco tenía pinta de deparar grandes alegrías a los librepensadores (recuérdese la calificación X que le cayó a Cowboy de medianoche).
Todo arranca con el logotipo de la productora: la Cinema Center Films dependiente de la cadena de televisión CBS y que estuvo detrás, en su escasa vida de 1967 a 1972, de westerns tan atípicos como Un hombre llamado caballo (Elliot Silverstein, 1970), Pequeño gran hombre (Arthur Penn, 1070) o El club social de Cheyenne (Gene Kelly, 1970). Acto seguido, una ducha a conciencia con todo el arsenal narcisista —y las pastillas— desplegado en el baño. Un alocado adelantamiento. Salir precipitadamente del anticuario para el que uno trabaja. Un partido de baloncesto junto a otros machotes, mimetizarse entre la fauna heterosexual. Concluir la sesión fotográfica junto a una modelo envuelta en siete velos (y ventilación frontal para hacer ondear su cabellera). Un aparente —¡¿otro, de verdad?!— viaje de negocios. La elección precipitada de un chapero al que coronar con el inevitable sombrero vaquero. Un intercambio de paquetería que responde a un código secreto, pistoletazo de salida de una liturgia harto conocida. Un bar de ambiente en el que tentar y dejarse tentar.
Tres minutos, no más, son los que necesita Friedkin para abrir el abanico representacional con un portentoso golpe de muñeca, antes de enclaustrarlos definitivamente y ceñirse al plan teatral. Tras la desordenada sucesión de planos y personajes a los que no tenemos el placer de conocer —un prólogo alocadamente cinético—, todos quedan citados en casa de Michael, con la excusa de la celebración del cumpleaños de Harold (que hará su entrada en último lugar, con el más agresivo de los primeros planos de la cinta). Una cinta con dos partes bien diferenciadas, escindidas por la súbita irrupción de la lluvia: exterior (al atardecer) e interior (noche).
¿Qué quiénes son ellos? Empezaremos por el retorcido maestro de ceremonias, Michael, homosexual y católico, que siente una aversión hacia sí mismo que transforma en maldad viperina. El único que parece soportarlo —cuando todavía no está del todo ebrio— es un Donald que anda de terapia, en pos de razones para seguir amando al muy castigador —y autodestructivo— Michael.
Harold, el homenajeado, es un judío acomplejado por su aspecto físico. Su “regalo” es Cowboy Tex, su chico de compañía a la moda (recordemos que Cowboy de medianoche (John Schlesinger) se había estrenado el año anterior). Todo gentileza de Emory, la más locaza, capaz desde hace mucho de mostrar de forma desinhibida su auténtica naturaleza (sin importarle las consecuencias).
Hank podría pasar por un salaryman de libro, con familia feliz y perfil de ciudadano ejemplar (que incluye la condición de “straight”, ni que decir tiene). Pero hete aquí que su debilidad se llama Larry… quién al no esconder su avidez sexual le da muy mala vida al modosito de Hank, monógamo patológico.
Bernard padece una doble marginación: la de ser negro y gay (sus pretendidos amigos no se mostrarán especialmente generosos con él durante la velada). Por último, un invitado no deseado: Alan, ex-compañero de facultad de Michael que atraviesa una crisis matrimonial (¿o será algo más, algo incapaz de confesarse a sí mismo?).
La primera parte se desarrolla en la terraza y maneja un montaje sincopado, por momentos incluso excesivo en su fragmentación. Alegría y cierta sensación de liberación: todavía no ha irrumpido en escena el aguafiestas de Alan. Hay que esperar a verlos encerrados en el apartamento para que se ralentice la acción, dominada enteramente por el ramalazo sádico de Michael. Él será el impulsor de un juego perverso: llamar por teléfono a la persona a la que uno más haya querido en la vida, identificarse, sincerarse y… esperar reciprocidad. ¿Podrá salir alguien indemne de la noche de ira patrocinada por este ángel exterminador?
Es difícil describir el impacto que supuso para la sociedad del momento algo tan sencillo como retratar de manera verista una (micro)comunidad gay. No había moraleja ni castigo, ni redadas policiales en garitos sórdidos. Tampoco se trataba de una aproximación paródica: ningún propósito vejatorio. La intimidad de unos hombres que se quieren —y se odian y no se aguantan y se vuelven a querer— en el Nueva York post-hippie.
Pero tampoco podemos obviar la crueldad absoluta —por momentos insoportable— de la que hacen gala unos y otros. Hay que recordar que el autor de la obra original nunca se definió como un activista de la causa gay y que presumía de haber picoteado en su entorno más íntimo para caracterizar al brutal Michael.
Los chicos de la banda no lo cambió todo con un golpe de varita. Ni mucho menos. Sus mismísimos protagonistas tardarían todavía años en salir del armario y cinco de los nueve actores del elenco (Keith Prentice, Robert La Tourneaux, Kenneth Nelson, Leonard Frey y Frederick Combs) morirían de sida en los años inmediatamente posteriores a la eclosión de la epidemia (1986-1993). Ese virus de la inmunodeficiencia humana que empezó denominándose el “cáncer gay” —la discriminación es cosa del pasado, sí— y que de 1980 a esta parte ha matado a cerca de 40 millones de personas. Sin vacuna conocida… aunque aseguran seguir trabajando en ello.
En sus siguientes películas Friedkin revolucionaría tanto el thriller como el cine de terror. Pero no está de más recordar que arrancó desordenando conciencias, jugándose su carrera con todo un manifiesto en favor de una diversidad sexual que —hace 50 años y hace una semana— todavía es capaz de provocar la indignación de ciertas fuerzas del Mal pendientes de una visita del padre Karras.