«Mar» es un sillón de cuero con reposabrazos, «autopista» es un viento muy fuerte y «escopeta» es un hermoso pájaro blanco. Esto es lo que aprenden, repiten y creen a pies juntillas tres hermanos que viven encerrados en una casa, aislados por completo del mundo exterior, sobreprotegidos y —paradójicamente— maltratados por sus progenitores. Así es como empieza Canino, con estas abracadabrantes definiciones de una realidad distorsionada y absurda que no requiere de consenso alguno con el mundo exterior.
Resulta irónico que, en el año 2009, Canino se alzara con el Premio Un Certain Regard del Festival de Cannes. Un galardón que premia películas por su originalidad y que, en este caso, fue a parar a un remake inconfeso de El castillo de la pureza de Arturo Ripstein, rodada nada menos que 36 años antes. Para realizar este filme, Ripstein se inspiró en un caso real acaecido a finales de los años 50 en la Ciudad de México. Un caso protagonizado por Rafael Pérez Hernández, un vendedor de veneno para ratas que mantuvo a su esposa y a sus seis hijos aislados del mundo exterior durante nada menos que 18 años. Tapó las ventanas con tablones de madera, les prohibió terminantemente salir a la calle y los obligó a trabajar en la fabricación del matarratas que posteriormente vendía. Indómita, Libre, Soberano, Triunfador, Bien Vivir y Libre Pensamiento —así es como se llamaban sus hijos— crecieron entre cuatro paredes sin saber absolutamente nada del mundo exterior, sin conocer a nadie más que a su propia familia. Al menos, hasta que en Julio de 1959 la policía encontró una nota de auxilio que Indómita consiguió lanzar a la calle. El caso ocupó las primeras planas de los periódicos y, una década más tarde, Ripstein se basó en esta historia para dirigir su quinto largometraje.
Polémicas aparte (¿plagio u homenaje? ¿calco o remake?), lo que resulta innegable es que Canino supuso un antes y un después en el cine griego. O al menos, en una cierta corriente del cine griego que apostaría con decisión y firmeza por el humor negro, el simbolismo críptico y el nihilismo más descarnado, consecuencia inevitable de la devastadora crisis política y económica que afectó al país durante más de una década. De este modo, directores como el propio Yorgos Lanthimos, Athina Rachel Tsangari (Attenberg, 2010), Alexandros Avranas (Miss Violence, 2013), Babis Makridis (Pity, 2018) o Manolis Mavris (Brutalia, ergasimes meres, 2021), insuflaron a sus historias una cierta desesperación teñida del surrealismo más desconcertante, constituyendo así lo que se acabaría llamando la Weird Greek Wave.
A diferencia del caso real, en Canino los miembros de la familia no tienen nombre. O, al menos, no sabemos cómo se llaman. Padre, madre, hijo, hija mayor, hija menor. Los conocemos, eso sí, por sus actos, por sus palabras, por sus deseos. Los conocemos por cómo se relacionan entre ellos, por cómo interactúan con los (pocos) elementos que hay a su alrededor. Con los aviones de juguete y los aviones de verdad, con las tijeras de podar, las diademas fluorescentes y las cintas de vídeo. Los conocemos por cómo se comportan en un alrededor extremadamente reducido y limitado, de tan solo unos cuantos metros cuadrados, tan luminoso como inquietante. Un alrededor cuyas fronteras se encuentran delimitadas por un jardín, por un seto, por una puerta nunca atravesada; pero, sobre todo, por un miedo desmesurado a todo aquello que resulta desconocido, a todo aquello que ni siquiera tiene nombre.
En Canino, todo parece suceder dentro del marco de una cotidianidad imprevisible, marcada al milímetro por los designios e imposiciones de un padre que considera el mundo exterior como un lugar a evitar por su familia. Padre, el único que tiene contacto con el resto del mundo, lleva al perro de la familia a un centro de adiestramiento, donde el animal tendrá que completar los cinco niveles de instrucción antes de regresar a casa. A sus hijos, eso sí, prefiere adiestrarlos él mismo, induciéndoles a competir por recompensas absurdas, transformando su vida en un reto sin sentido, haciéndoles creer que los gatos se alimentan de carne de niños, que los zombis son flores amarillas y que solo podrán salir de casa cuando pierdan uno de sus colmillos. En esta historia, la única que tiene nombre es Christina, compañera de trabajo de padre y mujer designada por el mismo para perpetuar esta perturbadora estirpe familiar. Personaje decisivo que, por otro lado, desestabilizará ese falso equilibrio familiar mantenido a base de mentiras, falsedades y prohibiciones. Ese falso equilibrio que sabemos que no puede durar porque, pronto o tarde, la realidad incidirá en él como un hachazo.