En 1809, tras trece años de matrimonio, Napoleón y Josefina se divorciaron «por el bien del Imperio». Recluida en su palacio de Malmaison, a tan solo 12 kilómetros de París, la exemperatriz dedicaba el tiempo a disfrutar de sus amantes, su colección de arte y joyas, y su zoológico de animales exóticos. Cisnes negros, canguros, gacelas, avestruces, cebras, antílopes, llamas, aves y pájaros de diversa procedencia, y hasta una foca, correteaban, volaban y nadaban libres por los jardines y el estanque de la mansión, cuyo intendente, el botánico Almé Bonpland, que había viajado a Sudamérica con Von Humboldt, cuidaba con esmero de miniaturista. Josefina también atendía las frecuentes visitas de Bonaparte. Se dice que el emperador le leía en alto sus encendidas cartas y algunos poemas escogidos. Napoleón apreciaba a Lord Byron por su rara mezcla de aventurero, soldado, poeta y don Juan, de modo que es posible que entre esos versos se encontrara Cuando nosotros nos separamos, compuesto apenas un año antes, en 1808, diríase que pensando en el destino de la pareja.
En secreto nos encontramos.
En silencio me duelo,
que tu corazón pueda olvidar,
y engañar tu espíritu.
Si te volviese a encontrar,
después de muchos años,
¿cómo debería acogerte?
Con silencio y lágrimas.
En Napoleón (2023), Ridley Scott filma cada escena que transcurre en Malmaison como si estas, las dos últimas estrofas de dicho poema constituyeran una suerte de storyboard lírico; atentas, listas, expectantes a su futura transformación en imágenes de cine. Evocan, además, una atmósfera fantasmal que atraviesan varios espectros abrazados al tiempo. Desde el pasado, el romance que fue sin ser. Desde el presente, el romance que es sin ser. Desde el futuro, el romance que será sin ser. Porque ambos, Josefina y Napoléon, son dos seres sin presencia real, entes vaporosos en las grietas de la Historia, como los dos cisnes —siempre en segundo plano, siempre desenfocados— que acarician las aguas del estanque de Malmaison. Maestro de las imágenes que salen de la penumbra, a Scott pocas veces le había sentado tan bien entregarse a las lágrimas y el silencio.
Convengo con Israel Paredes —léase su texto sobre Napoléon en el número 545 de Dirigido por— en que esta es una película fantasmal porque Scott la anima con el espíritu de un cine que está extinguiéndose ante nuestros ojos. Yo añado que es también fantasmática porque luce una sensibilidad provocada por el deseo y el temor. Lo que vemos no es tanto una versión necesariamente imperfecta de la Historia —y qué relato histórico no lo es— como la representación mental, imaginaria, de una historia. La de Napoleón y Josefina. Cuando ella entra por primera vez en el hall de Malmaison y mira al espectador, rompiendo así la cuarta pared y, por lo tanto, el sentido de la (ir)realidad cinematográfica, película y director se precipitan felizmente hacia el abismo de lo fantástico, que es la auténtica (ir)realidad de esas dos criaturas inconcebibles. Entonces se produce un pequeño milagro. Imágenes y versos nos recuerdan que positivan en negativo: ni el corazón puede olvidar ni el espíritu, engañar.