En las últimas décadas, una nueva ola de «cine de la crueldad» ha irrumpido con fuerza tanto en los grandes festivales como en el imaginario colectivo del cine de autor contemporáneo. Hablo, claro, de directores como Haneke, Lars von Trier o Gaspar Noé, que, de modos muy distintos, han presentado una visión pesimista y descarnada sobre el mundo presente, sirviéndose de un uso de la violencia explícito, ya sea en forma de crítica o como método de provocación. Las primeras películas de Yorgos Lanthimos también se podrían ubicar en estos espacios, tanto por la violencia descarnada de sus imágenes como por su visión misántropa de la sociedad.
La Favorita, pese a mantener esa aversión por la humanidad, se aleja poco a poco de esta etiqueta, pues nos habla de una violencia diferente, que deriva de las dinámicas de poder y de la opresión provocada por el sistema patriarcal, menos tangible, más figurativa. El director griego dota a sus personajes de una humanidad prácticamente inédita hasta la fecha en su cine, y que se acentúa todavía más en Pobres criaturas (2023). Sustituye el tono frío y distanciador por uno más descarado pero igualmente incisivo, dando rienda suelta al humor negro y al absurdo, presentes en sus anteriores films aunque contenidos bajo la sobriedad de la puesta en escena.
La película nos adentra en las cortes inglesas a principios del siglo XVIII. Mientras el país se ve sumido en una guerra contra Francia, en el palacio se libra una batalla mucho menos sangrienta, pero igual o más feroz. Se trata de la disputa entre Lady Sara (Rachel Weisz), la mano derecha de la reina, y la recién llegada sirvienta Abigail (Emma Stone), por el favor de la Reina Anne (Olivia Colman), cuya salud se deteriora por momentos. Mientras las dos mujeres manipulan al entorno a su antojo en sus intentos de acceder al poder, la reina disfruta en secreto sintiéndose el objeto de deseo de ambas. Poco tienen que envidiar las estratagemas maliciosas de las tres mujeres a las estrategias bélicas de las mejores mentes militares del país.
Aunque la verdadera batalla es la que se libra en el plano interpretativo. De hecho, el único Óscar que ganó la película entre sus 10 nominaciones fue el de Colman, dando la campanada en mejor actriz, tras llevarse, entre otros premios, la Copa Volpi en Venecia. Y es que el trabajo de la británica es incontestable. Apoyándose en su jocosa expresividad facial y en una maravillosa caracterización, la actriz compone en toda su complejidad a una reina tan trágica y castigada por la vida —tiene 17 conejos, tantos como hijos perdió— como caprichosa y egoísta, tan ingenua algunas veces como astuta otras. Stone —más excesiva y cómica— y Weisz —más sobria, se apoya en la mirada y en su propia presencia— no se quedan atrás, y ambas funcionan como contrapunto perfecto. La primera, partiendo desde lo más bajo y buscando recuperar su estatus, la segunda abusando de un poder que no le corresponde y temiendo caer en desgracia. Una provista de su juventud y de su atractivo encanto, la otra del incontestable peso del pasado.
Lanthimos compone así un relato sobre la corrupción del poder, que nos evoca inevitablemente a un destino trágico. Apoyado por una puesta en escena extremadamente barroca que se aleja de la sobriedad glacial cercana al cine de Haneke. Desde la incisiva música, que toma deliberadamente el protagonismo en numerosas ocasiones para enfatizar el carácter vulgar y la ridiculez de la burguesía a la que retrata, al despliegue de recursos visuales insólitos —como son los los pronunciados contrapicados o los ojos de pez— que resaltan las dinámicas de poder en cada escenario y empequeñecen a los personajes en favor de un entorno que se les echa encima. También es destacable el uso expresionista de la iluminación, que recae tanto en la luz natural como en las velas, y que por momentos remite a Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975).
La favorita es un punto de inflexión en la carrera de Lanthimos. Tanto por su metamorfosis estilística hacia el barroquismo como por la irrupción de una cierta humanidad. Sin renunciar, eso sí, a la visión fatalista del mundo. Pese a una ligera noción de amor verdadero, la sed de poder solo puede conducir a un desenlace desdichado. La película termina con las imágenes superpuestas de la Reina sumida en un terrible dolor, mientras Abigail le frota las piernas —incapaz de escapar de su posición de inferioridad— y los 17 inocentes conejos se amontonan los unos encima de los otros. Como los conejos, Abigail nunca será más que una sustitución insatisfactoria de lo que pudo ser y no fue.