Conciliar la noche y cerrar los ojos; qué fortuna poder soñar con la existencia de una película como Orión y la oscuridad (2024), el último trabajo en la tambaleante trayectoria de Dreamworks que adapta el cuento de mismo nombre de la escritora Emma Yarlett.
Para esta versión cinematográfica, el encargado de subvertir toda convención es el guionista Charlie Kaufman —Cómo ser John Malkovich (1999), Olvídate de mí (2004), Synecdoche, New York (2008)—, quien es capaz de implementar su visión retorcida y existencial en la propia narración. Como un sueño dentro de un sueño, la remota posibilidad de una película facturada con estos términos parece un producto propio de la imaginación. Nada más lejos de la realidad, aquí las estrellas se alinean para dibujar un retrato animado de inmensa dignidad sobre el miedo y su virtud, dando lugar a una constelación de reconocible pureza creativa que se convierte en una excepción en la reciente propuesta de las grandes majors de la animación estadounidense.
Orión y la oscuridad introduce los miedos de su protagonista, un adolescente incapaz de afrontar cualquier situación por su imaginativa hipocondría. Entre ellos, destaca la imposibilidad de hablar con la chica que le gusta, quien se ofrece a sentarse a su lado durante la próxima excursión escolar a la que él no se atreve a ir. Aterrorizado, Orión se ve invadido por su miedo al caer la noche, cuando la oscuridad de su habitación se apodera de todo. A partir de ese momento, la oscuridad toma una forma reconocible y establece una conversación con el chaval sobre su repudio y sus miedos, emprendiendo un viaje juntos para desprenderse de esos pensamientos reactivos. En un ingenioso golpe de estilo, la historia se trunca por completo y Orión, desde el futuro, relata a su hija lo ocurrido hasta ese momento, achacando que esa es una historia que se va inventando a medida que es contada para que ella pueda dormir. La aplicación de este dispositivo narrativo propulsa un juego sobre la naturaleza de la propia ficción y el punto de vista, que coge todavía más fuerza cuando empiezan a surgir más interrogantes sobre cómo afrontar el miedo.
Invocando el espíritu del cuento de Raymond Briggs en The Snowman (1982. Jimmy T. Murakami, Dianne Jackson) y la posterior corriente de animación británica, Orión y la oscuridad logra diferenciarse del cine que puede aparentar en un primer vistazo. Lejos de la esquemática emocional que impone el modelo de Disney y Pixar, la película de Charmatz se descubre al mismo tiempo que su protagonista, aventurándose a un relato con más aristas y grises, donde los sueños se conjugan en una intrincada relectura. En ese aspecto, la película acerca a Orión al perfil nervioso de los personajes de Kaufman, donde siempre hay un diálogo intrínseco irresoluble.
El miedo (sin explicación) se asienta en la inmediatez, allí donde los desalmados buscan una respuesta rápida y útil. Por eso, en el fondo, esta postura dubitativa y prudente que resigue la definición de la película y el tono que adopta es tan valiosa. Si Orión y la oscuridad da vueltas sobre sí no es solo por una licencia de estilo, sino porque corresponde a su propia postura frente al tema que aborda. De esta forma, logra presentar una inteligente e imaginativa reflexión en torno a los terrores y cómo su convivencia conforma nuestra evolución.