En su brillante debut, Custodia compartida (2017), Xavier Legrand demostraba su habilidad para adentrarse en arenas movedizas y salir ileso al convertir una sospecha de malos tratos dentro del ámbito doméstico en un thriller con tintes de terror, llevando los acontecimientos al límite pero sin sacrificar verosimilitud. Para esclarecer la incógnita planteada desde su primera escena, desplegaba en aquel caso un juego de grises en el que invitaba al espectador a recalibrar su empatía hacia los personajes hasta acabar aceptando la única verdad posible. Con El sucesor (2023), estrenada ahora y presentada en la pasada edición del Festival de San Sebastián, cuya proyección provocó opiniones muy dispares, el director francés reincide en el género y de nuevo pone el foco en la parte más oscura de los vínculos familiares, si bien añade en este caso un extra de truculencia a la historia. A modo de declaración de intenciones, en la larga secuencia inicial se muestra un desfile de moda sobre una pasarela que sigue un trazado en espiral, una figura geométrica que actúa como metáfora de la neurosis del protagonista y que, para mayor subrayado, ilustra también el póster de la película. Si en Custodia compartida Legrand desarrollaba los acontecimientos a través de un tenso in crescendo que desembocaba en un estallido final, en El sucesor la historia se divide en dos partes, siendo la primera más pausada y orientada esencialmente hacia la presentación del personaje principal, Ellias Barnès (Marc-André Grondin), recién nombrado como nuevo director artístico de una importante firma de moda parisina. En el momento de mayor proyección de su carrera la noticia del fallecimiento de su padre, con el que no mantiene relación desde hace años, hará que deba trasladarse desde París a Montreal, donde éste residía, para ordenar toda la burocracia en relación a la herencia y el funeral. La segunda parte del film está marcada por un terrible hallazgo que actuará como el detonante de un cambio de registro. A partir de aquí Legrand pisa el acelerador, los acontecimientos se precipitan y la historia deriva hacia un thriller terrorífico sobre secretos familiares.
Basada en la novela L’ ascendant, de Alexandre Postel, el director francés opta por introducir un cambio con respecto a la profesión del personaje principal que resulta ser un vendedor de telefonía móvil en la obra literaria. El hecho de que Legrand escoja a un icono de la alta costura no es algo trivial dado que éste es un sector tradicionalmente asociado con la frivolidad y el exceso, donde no es inusual que ocurran escándalos que puedan salpicar a alguno de sus integrantes. Sin ese contexto, el del temor a tomar una decisión equivocada que pudiera arruinar toda su carrera, sería difícil explicar el comportamiento tan contraintuitivo y torpe del protagonista cuando tiene lugar una sorprendente concatenación de hechos donde debe actuar con premura. El devenir de los mismos y la manera cobarde y violenta con la que el protagonista los enfrenta, provocarán que acabe reconociendo en él mismo la huella de la herencia paterna, algo de lo que había creído escapar durante gran parte de su vida.
Grondin despliega una interpretación muy física donde expresa a través de su cuerpo los distintos estados mentales por los que transita a tenor de las circunstancias externas, siendo este abanico de emociones, junto a los inesperados giros de guion, las grandes bazas de la película. El film hace equilibrios por no caer en una comicidad excesiva ante el viraje alocado que toman los acontecimientos en su segunda parte, lo que hace pensar en una versión de Legrand mucho más desacomplejada y juguetona, en el buen sentido, en comparación con la precisión quirúrgica de su primer trabajo.