El cineasta Pascal Plante —Fake Tattoos (2017), Nadia, Butterfly (2020)— regresa al Americana con su tercer largometraje bajo el nombre de Las habitaciones rojas (2023), una propuesta aterradora que reflexiona sobre la imagen y su exposición seductora y terrible.
Sobre la pantalla, el cómo existe esa imagen determina la posición ética y moral de la película. Ya sea por contraste, la distancia o cualquier idea que resulte de su pensamiento, es posible comprobar que la posibilidad de contar una historia no está sujeta al tema en cuestión, sino a cómo este puede ser abordado. En el fondo, la ficción y la verdad existen desde ese interrogante, y más allá de su enunciado, su traslación y reflexión a través de lo que las vehicula es lo que las convierte en algo valioso o importante. Esta idea impera en el fondo de la película del canadiense, quien sitúa la acción alrededor del juicio de un hombre llamado Ludovic Chevalier (Maxwell McCabe-Lokos), acusado de ser un asesino que filma a sus víctimas en vídeos snuff. Entre los asistentes se encuentra la protagonista, una chica de nombre Kelly-Anne (Juliette Gariépy) cuya identidad es una incógnita que se irá desvelando a medida que el espectador acceda a su soledad y su actividad online.
Compartiendo el francés como lengua nativa, la película del de Quebec emparenta el mismo espacio de acción con dos obras recientes que, además, también establecen una visión particular en torno a la representación de la imagen, estas son Anatomía de una caída (Justine Triet. 2023) y Saint Omer. El pueblo contra Laurence Coly (Alice Diop. 2022). En las tres películas, el diálogo sobre cada cuestión dramática se expone de formas distintas. En la de Triet, la recreación y el flashback resiguen el misterio que descubre la verdad. Por otro lado, en la de Diop se prioriza la pulsión del monólogo y la imagen que este crea en el imaginario de cada uno. En el caso de Plante, el descubrimiento y la reproducción del documento audiovisual es un dilema ético del que se alimenta un discurso en torno a la sociedad del espectáculo y cómo esta trivializa el horror. En cualquier caso, el uso del fuera de campo y la distancia que adopta desde la fascinación freudiana de su personaje principal conducen la película hacia un nuevo estadio. Del disfraz a la imagen digital; allí donde ella queda atrapada y es representada de forma alegórica en aquella pista cerrada y vacía donde practica deporte.
Lo mismo sucede desde su habitación, siendo este el otro espacio central en el total de la película. Desde ahí, la protagonista opera una serie de relaciones con su entorno virtual, ya sea desde apuestas online al bitcoin. En este momento, también es reconocible su faceta como modelo, trasladando este discurso de la imagen a la propia naturaleza superficial del mundo de la moda. De esta forma, la sensación asfixiante de ser descubierta como otra cosa se traduce desde los dispositivos digitales hasta su psique, que empieza a verse cada vez más inducida en el caso de Chevalier, comprimiendo su identidad desde donde se vuelve irreconocible.
Sin sucumbir a la misma fascinación grotesca que retrata, Las habitaciones rojas logra reconocerse en una voz propia, introduciendo ciertas licencias de estilo que fortalecen su afilada y turbulenta mirada a la oscuridad de las soledades. Una película sobre ese fondo pesado y nocturno y cómo encierra el deseo de algo más, donde la luz roja de una pantalla
lo envuelve todo.