El arte como terapia de grupo
Comentábamos sobre Dune: Parte Dos que los metrajes excesivos se veían por parte de la industria como un factor diferenciador y exclusivo frente a la oferta televisa (aunque habría que ver si son efectivamente apreciados como un reclamo por el público de plataformas que se resiste en ir a las salas). Sorprende cómo la misma industria obsesionada con estas propuestas soporíferas y extenuantes rechaza con opuesta contundencia a obras de otras geografías esgrimiendo un temor a duraciones más allá de las convencionales de los lejanos tiempos de los VHS. Es el caso de Showing Up de Kelly Reichardt, que aún habiendo sido aclamada por la crítica tanto nacional como internacional como una obra de calidad considerable, sigue sin encontrar estreno en nuestro país (ni en salas ni en plataformas) pasados ya varios años desde su producción en 2022. Por fortuna, la edición de este año del festival Americana de Barcelona ofreció la primera oportunidad (incluso dentro del circuito de festivales de nuestro país) de descubrir la última obra de Reichardt (formando parte de una parrilla que podríamos considerar como una de las mejores de su historia).
Showing Up nos transporta a una semana de la vida de Lizzy (interpretada por una hipnótica Michelle Williams), una artista lacónica y resignada que ha encontrado su refugio en la elaboración de pequeñas esculturas de arcilla de mujeres que probablemente reflejen sus angustias o deseos internos. El mundo de Lizzy es un mundo de artistas, tanto su familia como su casera pertenecen al gremio y ella compagina su producción escultórica con un trabajo en un centro cultural propiedad de la madre que organiza talleres creativos. Más allá del prejuicio que puede originar el imaginar el ambiente de un artista contemporáneo, el universo que nos dibuja Reichardt está plagado por personas entrañables. Pese a presentar heridas que incluso les dificultan el transcurrir de su día a día, logran convivir con ellas desde una calma y serenidad contagiosas, creando un espacio cinematográfico que sana y reconforta. El centro cultural donde trabaja la protagonista parece una suerte de centro de rehabilitación idílico, lleno de luz y espacios verdes y abiertos, un edén terrenal donde encontrar un lugar para reconectar con uno mismo y con los demás. Todos los miembros de su familia son claramente disfuncionales (en una ocasión encuentra al hermano cavando un hoyo de varios metros en el jardín de su casa) pero nunca se gritan o insultan.
Resulta igualmente paradigmático que uno de los mayores conflictos de la película gire alrededor de cómo dedicar tiempo a los cuidados de una paloma que se cuela en casa de Lizzy mientras trabaja. Lizzy se siente culpable porque la paloma está herida debido a que su gato la ha atacado pero al mismo tiempo le angustia tener que dejar de trabajar en su obra en su día libre para llevar al animal al veterinario. También siente que su vecina y casera le hace sentir mal por no querer ayudar al pájaro mientras ella por su parte vive despreocupada por los demás (incluyendo a la propia Lizzy, que le demanda en repetidas ocasiones que arregle el agua caliente de su casa en alquiler). De nuevo, problemas cotidianos que reflejan conflictos internos con una naturalidad conmovedora.
En definitiva, Reichardt firma una pieza de orfebrería sobre la capacidad redentora del cine, la escultura y el arte en general. En la época actual donde la importancia de la salud mental comienza a cobrar visibilidad, se revelan como imprescindibles obras de este calado emocional tan profundo, llenas de una sutileza y benevolencia exquisitas.