La zona de interés, de Jonathan Glazer

La zona de interésEn un panorama cinematográfico donde muchas narraciones escogen el camino de menor esfuerzo, usando las más básicas herramientas del oficio y apoyándose sobre todo en el texto, dejando poco o nada a la imaginación, La zona de interés (The Zone of Interest, Jonathan Glazer, 2023) tiene necesariamente que sobresalir. Pero, por desgracia, el zeitgeist de la moralidad performativa se cuela por sus grietas y ensucia lo que podría haber sido una obra maestra del fuera de campo.

En su crítica de La zona de interés, el compañero Rubén Tellez Brotons dice que la película rima con otra, Elephant (Gus Van Sant, 2003), por «su valentía al diseccionar la barbarie», y esta observación me ha hecho aterrizar una sensación que me rondaba, algo que para mí no terminaba de funcionar: donde Glazer subraya una y otra vez la inmoralidad de los personajes, Van Sant se hace a un lado y deja al espectador en una incómoda estupefacción.

Glazer filmó a los actores desde cámaras ocultas dispuestas por los distintos escenarios y les pidió que improvisaran. Esto llega a provocar en el espectador una sensación de indecoro, por estar espiando a los personajes a través de una suerte de cámaras de seguridad, pero sobre todo fuerza que su mirada permanezca en el costumbrismo mientras otros recursos —el excepcional diseño de sonido, principalmente— conducen su imaginación a territorios de pesadilla que jamás podrían ser representados. Sin embargo, parece que la película no confíe en que esto sea suficiente; termina enfatizando de forma redundante.

La zona de interés

¿Es necesario, por ejemplo, que Frau Höss amenace a la criada con esparcir sus cenizas en el jardín por dejar rastros de agua en el recibidor para que conozcamos la frialdad de este personaje? ¿No había ya sobrados testimonios de la disociación interesada en la que vive? Hay otros ejemplos de esta enfatización a lo largo de la película, pero el epítome de lo que digo es el fast-forward al presente que nos muestra el museo en que se ha convertido el campo de concentración de Auschwitz y las limpiadoras preparando una sala para la llegada de los turistas: esa conexión entre los visitantes del museo, que en definitiva somos nosotros mismos, y la familia Höss, que vive indolente puerta con puerta con el horror, me parece tan burda como si una mano hubiese salido de la pantalla y nos señalase sentados en nuestra butaca del cine.

Hay una dosis considerable de autoconsciencia en muchos momentos de la película, momentos en los que se camina de puntillas para tratar de no molestar a nadie y otros en los que incluso se saca una bandera bien visible que no deje lugar a dudas de lo que se está haciendo. Y no puedo culpar a Glazer, porque muchos han sido los que han tratado de exorcizar los fantasmas del nazismo y han acabado siendo malinterpretados. La sombra de Rivette es alargada y lo han seguido otros inquisidores para los que cualquier asomo de artificio era una ofensa a la memoria. Cuando pienso esto siempre recuerdo La escritura o la vida de Jorge Semprún, donde se relata una conversación tras la liberación de los campos de exterminio en la que algunos intelectuales se preguntan cómo será posible transmitir el horror de lo que había sucedido: «¿Cómo contar una historia poco creíble, cómo suscitar la imaginación de lo inimaginable si no es elaborando, trabajando la realidad, poniéndola en perspectiva? ¡Pues con un poco de artificio!».

La zona de interés

La zona de interés se crece cuando las palabras son intrascendentes y cuando los actores callan. Porque los personajes son, en su mayoría, fantasmas que vagan por los escenarios presos en el tiempo. Solo el comandante Höss existe más allá de los muros de la casa embrujada. Cuando Herr Höss le dice distraídamente a su mujer por teléfono que, durante la fiesta de la noche anterior, él solo podía pensar en los detalles técnicos que le hubieran permitido gasear a los invitados dado el inconveniente de los altos techos, vemos el reverso de la escena antes mencionada entre Frau Höss y su sirvienta judía, un momento que va más allá de la constatación de que para el comandante gasear a judíos es solo un trabajo que hay que hacer con la mayor eficiencia posible, un diálogo que quizá nos pudiera hacer sentir una incómoda —inconfesable— conexión con el personaje, con ese hombre que ha sido arrancado del lado de su familia y que se siente tan solo. Ver al comandante recoger sus cosas a última hora de la noche, después de una conversación en la que su mujer lo ha ignorado, con la preocupación de una enfermedad incierta, verlo descendiendo las escaleras del ministerio sumergiéndose en la oscuridad, perdido, hubiera sido para mí un final perfecto. Incluso se hubiera cerrado el círculo con la oscuridad que da comienzo a la película. Pero, como tantas veces ha sucedido, un final abstracto podría haberse interpretado de forma equivocada.

Y lo curioso es que no creo que al espectador de este tipo de películas haya que aclararle las atrocidades que cometieron los nazis. En Happiness (Todd Solondz, 1998) no hacía falta explicar que el personaje del pederasta es asqueroso para reconocerse en él en partes que son comunes a cualquier persona. El espectador sabe que Höss es un criminal de guerra, que lo que hizo fue atroz, imperdonable. Lo revulsivo es darse cuenta de que era alguien de aspecto normal, un padre de familia con un buen trabajo en el ejército, un monstruo pero también humano.

La zona de interés, de Jonathan Glazer