La gelidez de la disección
La forma que tiene una obra de mostrar en pantalla el horror en general y el del Holocausto en particular influye definitoriamente en la reflexión final que proponga sobre dicho tema y, por tanto, el criterio estético se une indisociablemente al ético, provocando como consecuencia que la más mínima y en apariencia intrascendente decisión de puesta en escena pueda torpedear, sin que el propio director se dé cuenta, toda la película. La lista de Schindler es un claro ejemplo de ello. La esteticista fotografía en blanco y negro; la luz casi expresionista dirigida con cálculo y precisión para resaltar las nubes de humo que salen de los cigarrillos; los artificiosos movimientos de cámara que no muestran más que la intención de Spielberg de demostrar músculo cinematográfico, de justificar que la suya es una obra de alta factura técnica; la decisión de no mostrar las numerosas colaboraciones del protagonista con los nazis, su afiliación al partido o su carácter arribista; el impudor a la hora de mostrar la violencia; o la conversión del mayor genocidio de la humanidad en un melodrama llorón con ínfulas épicas y altas pretensiones convierten la cinta en un espectáculo grotesco cuya única intención era llevarse el mayor número de Óscars posible, objetivo que, sin duda, consiguió. El de Spielberg es un cine de entretenimiento que no busca proponer preguntas, cuestionar la realidad o reflexionar sobre ella, sino ofrecer al espectador un desfile de imágenes preciosistas que le distraigan la mirada.
La zona de interés de Jonathan Glazer es, precisamente, la antítesis de la cinta de Spielberg. Basada en la novela homónima de Martin Amis, la película narra el día a día del comandante de Auschwitz Rudolf Höss (Christian Friedel), de su mujer (Sandra Hüller) y de sus hijos. Todos viven en una finca pegada a los muros del campo de exterminio y llevan una existencia que no dudan de calificar como feliz, cultivando un huerto, yendo de excursión al río, montando a caballo e ignorando a conciencia el salvaje genocidio que se está cometiendo a pocos metros de su hogar, que en repetidas ocasiones definen como “un paraíso”.
Glazer coloca en todo momento la cámara a una gran distancia con respecto a los personajes, utiliza para filmarlos un gran angular que los aleja aún más y lleva las composiciones de los planos al extremo, evitando así hacer cualquier tipo de movimiento de cámara, ya sean travellings, paneos o zooms. La idea es sencilla: narrar desde los tiempos muertos en los que a priori no sucede nada y hacerlo a través de una frialdad escénica que anule cualquier posibilidad de que el espectador pueda empatizar con los protagonistas. No hay dramatismos de ningún tipo, tampoco se llega a entrar a Auschwitz ni se ve asesinato o tortura alguna. Todo sucede en un gran fuera de campo que sugiere, que da pinceladas sutiles del horror, no tanto para que sea el espectador el que lo reconstruya en su mente, como para instarle a reflexionar sobre eso que Hannah Arendt tuvo a bien definir como la banalidad del mal. A través de un diseño sonoro minuciosamente cuidado, el director salpica los momentos idílicos, de felicidad de la familia nazi con gritos y disparos provenientes del campo de exterminio, señalando así su capacidad para vivir en la puerta del mismo infierno con una tranquilidad inquietante.
La imagen es presentada como un ente pétreo y frío que rezuma aullidos de dolor, que escupe sobre la parte superior de la pantalla nubes negras de tragedia, que congela sin concesiones la mirada de un espectador que se siente profundamente incómodo al verse convertido en un mirón que observa la rutina de los nazis. Toda La zona de interés es una reflexión tanto del horror como de las posibilidades de la imagen para representarlo, para pensarlo, para diseccionar sus engranajes con el objetivo de que no vuelva a suceder nada parecido jamás. La profundidad de su discurso la emparenta con Noche y niebla de Resnais; mientras que su aparato estético —el fuera de campo mencionado anteriormente— la acerca a El hijo de Saúl de László Nemes y su valentía para diseccionar la barbarie crea una rima con Elephant, de Gus Van Sant. Pero no hay que equivocarse, la película de Glazer no es, en ningún caso, un pastiche ni una mezcla de estilos, sino una obra sólida que aúna fondo y forma a la perfección y cuya razón de ser no es la de convertir el Holocausto en un espectáculo premiable —La lista de Schindler—, sino la de reflexionar sobre el mismo para evitar que se repita.