Entre la culpa y el perdón, la Música (2023) de Angela Schanelec es capaz de entonar el milagro cinematográfico para dividir el mar en dos. A favor de la duda, la película ofrece la posibilidad de su interpretación a través de un dispositivo preciso y distante, escondiendo la emoción entre la intuición y la fe de unas imágenes sumamente evocadoras.
El paisaje de Música muta a cada corte: desde su tendido plano de apertura —donde una montaña queda cubierta por una cúmulo de nubes que anuncian tormenta— hasta la imagen que sigue después —una noche absolutamente indistinguible, donde alguien se lamenta de dolor—, la película ya empieza a exponer ese enigma que encadena un instante con otro. Durante estos primeros minutos, el espectador es testigo de la muerte de una vida y el nacimiento de otra, mostradas mediante una imagen alegórica muy simple, donde una ambulancia y un coche de policía conducen por un camino de tierra hasta tomar direcciones opuestas. Esta presentación denota la condición elemental de la película, que se verá acentuada cuando esa distancia se cierre en planos detalle, donde el cuerpo y el agua se conjugan. Ahí, Schanelec advierte el tono que adopta su particular poética, que ronda entre la observación y el símbolo —espiritual o cristiano—.
Por ese lado, la película evoca el espíritu del Garrel de La cicatriz interior (La cicatrice intérieure) (1972), con quien comparte ese afán por hacer del relato un mito, buscando la esencia que define a unos personajes que funcionan como el alter ego de unas emociones humanas concretas, mayormente tangenciales y trágicas. De esta forma, su cautelosa aproximación a una primera emoción se explicita desde el surgimiento del amor entre Jon (Aliocha Schneider) e Iro (Agathe Bonitzer), con un uso de la música diegética precioso —dada la ausencia de la misma hasta ese momento—. Estos apuntes sobre el uso del sonido merecen especial atención, desarrollándose de forma paralela a la imagen y dotando cada una de las breves líneas de diálogo de un determinado ritmo, irrumpiendo en un terrorífico grito agónico por parte del chico al descubrir que ha matado a una persona.
Este acontecimiento accidental determinará el encuentro ya mencionado entre los dos protagonistas, que se dará en una cárcel completamente desdibujada por la propia fragmentación del plano y su permanente concatenación. Sin embargo, estos saltos dentro de un mismo bloque de secuencias no surgen desde una inmediatez nerviosa o azarosa, más bien todo lo contrario: la película respira, acercando el tiempo hasta sus imágenes para permanecer en su recuerdo.
El fondo dramático de Música recae en su exasperada y dolorosa humanidad, en un primer beso bressoniano y un abrazo que inicialmente se percibe como un suicidio. Schanelec esconde una intención en cada uno de estos matices, resultando en un sugestivo objeto fílmico que encara la modernidad desde una voluntad expresamente desafiante, que recupera su cometido inicial en una última canción tan hermosa como desoladora.