Parece existir un extraño pacto multitudinario en el que se ha establecido que las denominadas “películas de amor” son las que tienen más números para caer en lo formulaico. Sin embargo, títulos como Sangre en los labios nos demuestran a base de golpes y disparos que siempre hay espacio para la innovación.
Rose Glass, se aleja en su segunda película del terror religioso para enfrentarse a una historia de amor y venganza rebosante de energía y mala leche. Aquí, Kirsten Stewart interpreta a Lou, la recepcionista de un casposo gimnasio ochentero. Una mujer un tanto separada del mundo de músculos, sudor y anabolizantes que la rodea y cuya vida se ve revolucionada con la llegada de alguien nuevo a la ciudad: Jackie (Katie O’Brian), una joven aspirante a ser culturista. A partir de ese momento, ambas quedarán enredadas en una pasional historia de amor, sexo y venganza que las cambiará para siempre.
El bagaje de la directora en otros géneros menos generalistas como pueda ser el terror que planteaba en Saint Maud, es más que palpable, brindándole a Sangre en los labios una atmósfera distinta desde el inicio. Quizás sea la casi perenne oscuridad de la noche, que parece tragárselo todo; quizás sean los sintetizadores de su banda sonora, que enrarecen sus imágenes y le brindan una capa de ambigüedad con sus ominosas y etéreas notas; incluso podrían ser sus personajes, outsiders que solo parecen poder existir en el folklore estadounidense más profundo. Sea como sea, en las entrañas de Sangre en los labios es perceptible una extraña reverberación, un desconcertante recordatorio perpetuo de que quizás haya más; sugiriendo (o más bien sugestionando) que en los márgenes de su texto existe algo oculto en lo oscuro de la noche o dentro de sus personajes, gestándose poco a poco y preparándose para salir. Y vaya si sale…
A caballo entre Thelma y Louise y Sangre fácil, la película poco a poco va rompiendo las paredes de la típica historia romanticona que tantas veces hemos visto y, casi sin percatarnos, se empujan y estiran cada vez más los límites de lo que consideramos posible. De este modo, para cuando nos damos cuenta, las normas de su mundo y la suspensión de la incredulidad se han deformado tanto que nos encontramos de lleno en algo completamente distinto, logrando un ritmo y dinamismo que mantienen fresco el metraje en todo momento. Aunque quizás lo más sorprendente de todo sea que, a pesar de toda esta confluencia de referencias y tonalidades que va presentando con el transcurso de la trama, consigue mantenerse fiel a su tema principal: una historia sobre el amor.
Digo “sobre» y no “de” porque ante todo lo que prima aquí son las diferentes configuraciones de amor que muestra la película y siempre desde una lente negativa. El amor obsesivo (casi drogadicto) que presenta el antiguo lío de Lou, la relación tóxica e impuesta llena de manipulaciones con su padre, el cariño idealizado que siente hacia su madre, el amor maternal y protector por su hermana, el flechazo tan pasional y visceral capaz de hacer perder el juicio que experimenta con Jackie… Todas las relaciones que se muestran en la película obedecen a ángulos distintos sobre los que analizar las connotaciones negativas que puede tener el amor sobre nuestras vidas, ya sea por cómo lo vivimos o por cómo este nos viene dado.
Gracias a este énfasis que ponen Rose Glass y Weronika Tofilska en los vínculos, da igual lo mucho que se pueda ir la película de madre, porque todo conflicto estriba en sus personajes, un grupo de outsiders faltos de amor y cariño que, aún estando heridos y perdidos, anhelan ser queridos por encima de todo.
Sangre en los labios probablemente sea para muchos un hit or miss: capaz de fascinar por sus transfiguraciones y su canallismo, pero decepcionante para otros por su falta de rigidez a la hora de resolver sus conflictos. De todos modos, se esté en un lado u otro de la balanza, dudo que deje a nadie indiferente y me atrevería a apostar a que, con el paso de los años, se termine reivindicando como clásico de culto.