Samuel, de Émilie Tronche

SamuelDel trazo al gesto, Samuel (Émilie Tronche. 2024) se descubre desde la intimidad del diario, a través de sus pensamientos y fijaciones en una serie de momentos de hermosa realidad. En apenas veintiún capítulos de poco más de cuatro minutos, la emoción de estas viñetas rima con la fuerza de un tsunami, mostrando un contundente coming-of-age animado que explota desde la subversión de su naturaleza minimalista.

Tras su paso por el último Festival de Annecy, la serie de Émilie Tronche aterriza a plataformas, afianzando su naturaleza web desde su escueta duración y presunta austeridad. Sin embargo, esto no debería minimizar su importancia: Samuel es una obra completa y efectiva que conecta con una sensibilidad muy próxima al relato que cuenta. La historia sigue la escritura de su protagonista (Samuel), quien expone su interés por una compañera de clase llamada Júlia. Su relación con ella se expresa desde la distancia y cada episodio explora los entresijos que conforman el surgimiento de ese primer amor. Esa visión de esta etapa se extiende más allá del retrato romántico e incorpora a otros personajes que desempeñan roles reconocibles en sus arquetipos. De hecho, solo hay un capítulo que no es narrado por el chico, sino por una amiga suya llamada Berenice. En él expone su realidad, siendo marginada por sus compañeros. La aparición de este personaje refuerza la mirada que la directora dirige a ese mundo habitado en la pre-adolescencia, donde la emoción está sujeta al cambio constante, lleno de vergüenzas y contradicciones.

Samuel

Una de las grandes fortalezas de la serie recae en el uso de la música como cuerpo vehicular y acento dramático. En prácticamente todos los episodios su presencia resalta la acción, comprometiendo su importancia al movimiento y marcando el ritmo de cada escena. Entre su repertorio, una de las canciones más arraigadas al fondo de la obra pertenece al grupo madrileño de La Paloma, en una secuencia bellísima. En ella, Samuel y sus compañeros juegan a perseguirse y él es quien debe atraparlos. Este momento sirve para traducir aquellos sentimientos sin dirección, recurriendo a la fisicidad del juego para hacer estallar ese grito de frustración imperativa que repite una y otra vez «quiero que me vuelvas a explicar lo que ha pasado».

Este sentimiento recorre el fondo de Samuel, donde sus personajes se construyen desde su falta de recursos para comprender aquello que les rodea. Por ejemplo, ante la muerte de la abuela de un compañero, el chico afectado y Samuel deciden bajar corriendo una cuesta con el riesgo que eso conlleva, pero lo hacen igualmente, por despecho o por la única razón de justificar sus lágrimas en la caída. El detenimiento que la directora dedica a estos momentos rezuman una melancolía devastadora, elevando el esbozo de ese mundo a la definición que vuelca el espectador en él. Ahí es posible estimar una mezcla entre la poética de Don Hertzfeldt (It’s Such a Beautiful Day), la cercanía de Juanjo Sáez (Heavies tendres) y cómo ambos logran traspasar la dimensión superficial de un lenguaje, en apariencia, simplificado.

Samuel invoca la infancia y su extraña transmutación a la adolescencia mediante la exploración de aquellos detalles que rodean su particular universo, donde todo se reduce a ser reconocido sin ser descubierto. Por suerte, todo lo que propone la obra de Émilie Tronche es tan cautivador como cercano, tan mundano como extraordinario.

Chavales, de Jaime Penalva