Tanto en La enviada del mal (The Blackcoat’s Daughter, 2015) como en Soy la bonita criatura que vive en esta casa (I Am the Pretty Thing That Lives in the House, 2016), sus dos primeras películas, la carencia de grandes medios no impidió a Osgood («Oz») Perkins encontrar espacio para cierta elegancia en la composición y dejar su impronta tras la cámara. En la segunda de las mencionadas, concretamente, jugaba con los claroscuros y el foco para contar en primera persona la historia de dos fantasmas, con ayuda de narraciones en off que puntuaban lo que veíamos, expresando esos sentimientos que la imagen no siempre es capaz de mostrar. En ambos casos se trataba de propuestas formales que se veían lastradas parcialmente por unos guiones no endebles pero sí convencionales (del propio Perkins) sin demasiado espacio para sorprender, pero aún así, trabajos notables. Gretel y Hansel (Gretel & Hansel, 2020) confirmó su talento para la puesta en escena con una obra extremadamente estética cuyas imágenes trascendían lo que nuevamente se revelaba como un guion (que esta vez era de Rob Hayes) poco elocuente más allá de aportar un punto de vista más femenino (ya desde el título) y tenebroso al ya de por sí terrorífico cuento de los Hermanos Grimm. Así, cabía preguntarse qué había hecho con un presupuesto que, sin ser nada espectacular dentro de los parámetros de Hollywood, doblaba el de su anterior film. Y aunque la taquilla estadounidense haya respaldado su Longlegs, pues ya ha rentabilizado con creces la inversión, el resultado en su conjunto es, al menos para mí, decepcionante teniendo en cuenta la expectación que el film había despertado desde el anuncio de su concepción (no se puede negar su buena campaña publicitaria) y la trayectoria previa de su autor.
En Longlegs, Perkins regresa al tema del satanismo y a los asesinatos en serie ya presentes en su primer film, e incluso uno de los personajes lanza un «Hail Satan!» igual que lo hacía Kiernan Shipka (que decapitaba a sus víctimas en aquella), que aquí cuenta por cierto con un breve y divertido cameo, lo que no dejan de ser pequeñas autocitas y quizá una obsesión personal. El problema principal de Longlegs, que de nuevo sobresale en su puesta en escena es una vez más el guion, pero en esta ocasión ya no es únicamente que se ciña a las convenciones de las películas de búsqueda de asesinos en serie —quizá con El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, 1991) a la cabeza, pues la protagonista es también una agente novata del FBI y la conexión es inevitable, aunque esta tenga algún que otro problema de socialización (Maika Monroe lo borda en este sentido) y virtudes clarividentes—, algo que a veces puede ser más efectivo que tratar de innovar o saltárselas a la torera y pecar de inverosimilitud de cara a un imaginario colectivo ya adscrito a ciertos cánones, sino hacerlo de una manera tan chabacana con un texto que no solo es predecible —desde detalles menores como el destino del primer compañero de Harker hasta cosas más preocupantes como el propio escenario del desenlace, anunciado prácticamente con fosforito por el agente Carter (Blair Underwood)— y un continuo encadenado de tópicos, sino que además es perezoso (los dibujitos de Harker relacionando fechas son el tipo de recurso que podría epatar o ser resultón en los años cuarenta, pero ¿es en serio?; cierta torpeza al tratar de dotar de una verosimilitud, que no debería ser necesaria, a las facultades especiales de la agente…) y a la vez que subraya ciertos puntos (la matanza de la familia Camera o la madre de Harker repitiendo que fue enfermera ocho años para reforzar alguno de los flecos más peregrinos del argumento) deja otros sin explicación que terminan encajando forzadamente (el asesino mata en torno a cierta fecha y a unas familias que cumplen una condición concreta pero desconocemos el motivo de su fijación).
Y sí, la película tiene buenos detalles más allá de su atmósfera de suspense (magnífica la secuencia en que Harker sale de su hogar en mitad de la noche persiguiendo a un intruso para terminar dándose cuenta de que este ha entrado en la casa). Tenemos a Nicolas Cage como Longlegs, que aparecerá unos cinco minutos en total pero sin duda compone un villano antológico para la galería, una nueva personificación del Mal en la América profunda del Satanic Panic, envuelta en capas de maquillaje y lo que podría ser harina o quizá alguna otra sustancia, histriónico hasta sus niveles habituales en prácticamente cada una de sus breves apariciones. Tenemos que conformarnos sin saber absolutamente nada más de él (como comentaba más arriba, no estaría de más saber el «motor» que lo impulsa, siendo tan intrincado su modus operandi) salvo que es fan fatal de T. Rex (que suena varias veces durante la película) con poster de Marc Bolan incluido en su guarida infernal. Hay decisiones estéticas como diferenciar el pasado del presente mediante un formato 4:3, adulterado además para que parezca celuloide, en los setenta frente al panorámico 2,35:1 para los noventa en que se desarrolla la historia principal, también algunas transiciones con estilo, que difuminan el cuerpo de Maika Monroe sobre la silueta de un árbol, o que transforman el rostro de una muñeca de porcelana en el de Longlegs mientras este se encuentra en la parada del autobús; una resonancia entre dos planos que unen simbólicamente a este y Harker, ambos al volante (siempre es inquietante comprobar las conexiones que se establecen entre el perseguido y el perseguidor); el uso de la profundidad de campo para aislar a Harker dejando tras de sí amplios espacios abiertos ligeramente desenfocados de los que podría surgir cualquier pesadilla.
Pero todo el mal rollo que podría desprenderse de esa atmósfera opresiva que Perkins intenta construir en casi cada secuencia se difumina entre los diálogos ridículos y prescindibles o las imposturas de un texto que se queda a medio camino entre el fantástico y la recreación realista de un estado de ánimo colectivo. Un quiero y no puedo que a mí al menos (que no me suele costar defender obras sólidas en su puesta en escena aunque pequen de guiones flojos) me expulsa de la película y me hace añorar propuestas contemporáneas como La casa del diablo (The House of the Devil, Ti West, 2009) o Black Phone (The Black Phone, Scott Derrickson, 2021), que abrazan sin complejos al primero sin dejar de rebosar autenticidad impregnando el ambiente del segundo, o incluso la primera película del propio Perkins, La enviada del mal, que, por comparación, crece en mi mente a medida que pienso en ella.