Un brusco zoom out nos saca del primer plano de unos filetes asándose en una barbacoa, para revelar una mesa repleta de suculenta comida y botellas de soju medio vacías. A ambos lados de esta, una mujer francesa y un matrimonio coreano cenan y beben mientras charlan animadamente. La cámara se mantiene inmóvil y sin cortes a medida que el alcohol, actuando como perfecto catalizador, hace que la conversación inicialmente trivial adquiera un tono de sinceridad y una carga de profundidad cada vez mayores. La mesa se convierte en el elemento central alrededor del cual se forjan los vínculos y los conflictos entre los personajes. Se trata de una escena de In Another Country (2012), aunque bien podría pertenecer a cualquier otra película de Hong Sang-soo. Y es que pocos directores han dedicado tantos minutos a las conversaciones de sobremesa, a los paseos por parques y ciudades, o, en general, a los momentos de la vida cotidiana aparentemente irrelevantes que el cine «grande», que no el gran cine, suele elidir.
Ni la presencia de la mismísima Isabelle Huppert, gran musa del cine de autor europeo, es capaz de perturbar en lo más mínimo los lugares comunes del cine de Hong. La actriz se entrega sin concesiones al juego que propone el director, que consiste en modificar las circunstancias que afectan a los personajes para explorar la variación en los sucesos que tienen lugar en un mismo escenario. La película consta de tres capítulos —imaginados por una guionista que se hospeda en el mismo hostal donde se desarrolla la acción, quien bien podría ser el alter ego del propio Hong—. En cada uno de ellos, Isabelle Huppert interpreta a Anne, una turista francesa en circunstancias diversas —una cineasta en busca de inspiración, una mujer casada que espera a su amante y una recién divorciada en pos de algún tipo de guía espiritual— que pasa unos días en un hostal de la costa coreana. Allí, se relaciona con un joven y atractivo socorrista, pasea por las calles y playas, flirtea con un colega de trabajo, come y se emborracha a base de soju. Todas estas acciones son atravesadas por el inevitable lost-in-translation en la comunicación entre Anne y el resto de los personajes, lo que, además de ocasionar un buen número de situaciones cómicas, pone de manifiesto las barreras culturales e idiomáticas entre la protagonista y los demás.
A nivel formal, la película contiene los rasgos principales habituales del director surcoreano, especialmente los de sus primeros largometrajes —pues, en los últimos años, su estilo ha pasado por un proceso de depuración notable—. Los tiros de cámara, particularmente cuando se trata de escenas alrededor de una mesa, son siempre frontales y lo suficientemente abiertos para que podamos observar la acción en su totalidad, como si estuviéramos allí mismo. Las tomas largas, evitando los cortes y utilizando sólo de manera puntual los zooms acentuados y los paneos, nos introducen como testigos imparciales en la acción en desarrollo. Ni un solo primer plano o movimiento de cámara que nos ponga del lado de un personaje o del otro.
A pesar de que los tres capítulos son aparentemente independientes, son numerosos los elementos que los conectan. Situaciones y conversaciones que se repiten con pequeñas variaciones e incluso objetos que se transportan de un episodio al otro, rompiendo una vez más las normas convencionales de la narración cinematográfica. Porque, en el fondo, los tres forman parte de un mismo proceso creativo —el de la guionista—, que pasa por la revisión y el cambio. De algún modo, el propio Hong —quien empieza los rodajes sin un guion y lo va escribiendo sobre la marcha— nos está haciendo partícipes de su propio proceso creativo. Para él, la creación pasa por trabajar con aquello que ya conoce —en sus películas, con los mismos actores y con temas y escenarios cercanos a su vida real— para dejar que nazca lo desconocido. Retratar el mundo cotidiano para capturar destellos de ensoñación.
A pesar de su apariencia ligera y su puesta en escena minimalista, In Another Country se revela como un complejo estudio de sus personajes y de las relaciones que se forman entre ellos, así como de la propia sociedad coreana y de su relación con lo extranjero. Y, por encima de todo, como un complejo dispositivo metacinematográfico que juega a borrar las fronteras entre realidad y ficción, desafiando, como es habitual en el cine de Hong Sang-soo, los parámetros académicos de lo que «debe» ser una película. Ah, y además de esto, es verdaderamente divertida.