Transformers One, de Josh Cooley

Transformers OneAño 1986. Tras el éxito comercial de la serie televisiva, los Transformers mutan hacia la gran pantalla en una obra expansiva e inagotable; una película generacional donde la hazaña bélica de los robots encuentra su definición estética desde la riqueza del lenguaje animado, apoyándose en la firma japonesa de Toei y la influencia del anime coetáneo. En su historia, el enfrentamiento ininterrumpido entre los autobots y Unicron —a quien pone voz Orson Welles (ver para creer)— desemboca en un estimulante divertimento psicodélico para los más pequeños, algo que marca su ideario en su consiguiente explotación por catálogos y jugueterías. En su cometido, la franquicia de Hasbro adquiere un nuevo look con el cambio de siglo, en una versión live-action que no solo reinterpreta la saga hacia una tónica más juvenil, sino que asienta los códigos del nuevo blockbuster moderno. Tras el proyecto, la mirada inconfundible de Michael Bay se proyecta e infiltra en la mecánica transformadora, dirigiendo la cámara a mil revoluciones entre los engranajes del cuerpo lisérgico de sus personajes. De esta forma, el director de La roca (1996) atraviesa el metal para subvertir su fachada, acercando su acelerada ingeniería técnica desde su respectiva autoría en un acertado paralelo —suscrito por el cineasta Olivier Assayas— que equipara la experiencia del cine de Bay a la de Stan Brakhage. A partir de esta obra se añade una nueva concepción a su universo, explotando su propósito desmesurado en sus sucesivas secuelas y spin-offs; unas más o menos estimables según cómo quieran ser vistas.

Llegados a este punto, cuarenta años después del nacimiento de la marca, el estreno de Transformers One (Josh Cooley, 2024) supone un afortunado regreso al epicentro del relato; una apuesta necesaria que se acoge a la cordura de una historia de origen, nutriéndose de la matriz original de la animación y el impacto cultural que precede su existencia.

Transformers One

El marco de acción de esta nueva entrega se sitúa en las profundidades de Cybertron, el planeta de origen de los Transformers. Allí la vida está condicionada por la presencia de una especie hostil que habita en la superficie, sometiendo a los robots a vivir bajo tierra en un régimen jerárquico donde el trabajo realizado codicia la esperanza de subir de categoría. En lo alto de todo, un tal Sentinel Prime se erige como una figura inspiradora, abanderada de la causa y promesa de recuperar el liderazgo del planeta. En los bajos fondos, dos mineros llamados Orion Pax y D-16 entablan amistad y comparten sus aspiraciones y anhelos, tomando partido para cambiar su circunstancia y la de su mundo.

Desde este punto de partida, Transformers One convierte el relato en una épica de corte clásico; un viaje de ida y vuelta donde los héroes se embarcan contra su propio destino —uno que no es difícil predecir, pero que se desarrolla con gran perspicacia narrativa— en un último duelo de ideales que pone en debate cuestiones como la justicia y el poder. Esto resuena temáticamente con distopías como Metrópolis (Fritz Lang, 1927) —véase la división social entre niveles, los de arriba y los de abajo—, de la que, además, adopta cierta imaginería conceptual que remite a la arquitectura de la película. En su traslación, la animación que emplea —enteramente digital— ilumina de vida de aquel mundo subterráneo, especialmente, en sus poderosas secuencias de acción, destacando dos momentos sumamente adrenalínicos: el primero es una carrera que recuerda, tanto en su vis dramática como en movimiento y tiempo, a las que suceden en Ready Player One (Steven Spielberg, 2018) y Alita: Ángel de combate (Robert Rodríguez, 2019); el segundo es una persecución, en este caso, dentro de un tren en marcha, donde el equipo de rebeldes se infiltran para poder ascender a la superficie, un espacio que también responde a su propia identidad visual. Estos aspectos tan vívidos casan con la obra original de los ochenta, donde también predomina un torrente de imágenes en constante mutabilidad, haciendo de su exploración un fascinante descubrimiento por un paraje inhóspito.

Transformers One

Sin embargo, el mayor acierto de esta entrega reside en su sorprendente calado emocional y político, que se acentúa en sus últimos minutos en un montaje paralelo sobre los dos protagonistas. En ese momento, su frontalidad ante al conflicto que enfrentan adquiere una serie de matices realmente acertados y punzantes, expuestos a través de sus imágenes y resuelto con un debate discursivo alrededor de la revolución, la verdad, la corrupción y, ante todo, la amistad.

Josh Cooley —director de Toy Story 4 (2019)— erige un entretenimiento lúdico con voz propia, descubriendo un nuevo horizonte para una franquicia que no olvida a sus referentes, pero se alza sobre ellos en una película redonda, tan matizable como apasionante —como ya pudo suceder este año con la inmensa (e ignorada) Orión y la oscuridad de Sean Charmatz—. De esta forma, Transformers One supone un cambio de tónica, un punto y aparte sobre la obra en imagen real y un alegato revolucionario capaz de despertar el potencial inducido en su interior.