A principios del siglo XX, Ricciotto Canudo, crítico de cine y dramaturgo italiano, publicaba su Manifiesto de las siete artes convirtiendo para siempre ‘cine’ y ‘séptimo arte’ en expresiones correferenciales. Es este mismo número ordinal el que acompaña la ocasión de un festival que tiene por objeto visibilizar el trabajo y el punto de vista de las mujeres en la creación y la industria cinematográfica. El Festival Cine por Mujeres Madrid es un certamen internacional de largometrajes que se celebra anualmente en la capital desde 2018. Y ha sido desde el pasado martes 29 de octubre hasta el domingo 10 de noviembre cuando ha tenido lugar su séptima edición: convocatoria en la que he podido estrenarme como parte del público.
Mi especial interés por el cine de creación autóctona se ha hecho tangible por unos días en una dirección: C/Andrés Mellado, 53. Entre los dinteles reunidos bajo una placa de color azul oscuro que alberga ese nombre de ministro y número impar en el distrito de Chamberí se ubica la Sala Berlanga, un modesto a la par que acogedor cubículo de color gris oscuro al que he visto absorber a grupos, tríos, parejas y almas en solitario hacia una salita interior cálida y de aforo sold out hasta en 11 de sus 12 proyecciones. La sala que debe su nombre al cineasta valenciano ha sido la sede de la Competición Española, en la que participaban As Neves de Sonia Méndez, Salve María de Mar Coll, La Virgen Roja de Paula Ortiz, Soy Nevenka de Icíar Bollaín, La infiltrada de Arantxa Echevarría, Por donde pasa el silencio de Sandra Romero, el documental Marisol, llámame Pepa de Blanca Torres, Nina de Andrea Jaurrieta, Los destellos de Pilar Palomero, Un lugar común de Celia Giraldo y la miniserie Querer de Alauda Ruíz de Azúa.
Mi primer adentramiento en esta selección audiovisual de directoras españolas tuvo lugar hace ya seis meses en otra ciudad. Aunque el diary de Letterboxd sirva de ayuda para recordar la fecha exacta en la que viste una peli, lo cierto es que no necesito (y creo que por ahora no existe) ninguna herramienta que me devuelva a aquello que sentí tras ver el documental de Blanca Torres en el Cine Cervantes de la capital hispalense. Marisol, llámame Pepa se trata de un bonito y admirable trabajo de memoria y desmemoria del mito de Marisol. Un acercamiento a la vida y a la infancia que vivió, pero que nunca tuvo Pepa Flores, que nos hará plantearnos múltiples preguntas como espectadores y como ciudadanos de un país cuya Academia de Cine decidió otorgarle en 2020 el Goya de Honor a una persona que “hace más de treinta años tomó la decisión de bajarse del escenario y apartarse de los focos y de los platós para siempre”, como nos decía su hija, María Esteve, al recoger aquel galardón. La misma profesión que le arrebató aquellos años irrecuperables de su vida le reconocía ahora esa trayectoria. En efecto, Marisol, llámame Pepa es el vivo retrato de una España machista que castigó a una niña solo por crecer, y que se creía con la licitud de hacerlo porque la infancia de Marisol era de todos menos de Marisol. Es un relato triste que ahoga, pero que abandera la libertad. Tras ver este documental solo quedará procurarle a Pepa todo el bienestar del mundo en ese lugar en calma en el que ahora se encuentra, revolverse más feminista que nunca, luchar y cuidar. Sobre todo, cuidar.
Nina, la ficción de Andrea Jaurrieta protagonizada por una extraordinaria Patricia López Arnaiz, también es un relato acerca de un arrebatamiento monstruoso. El verbo arrebatar necesita siempre tres actantes. Para que se dé esta acción, siempre tiene que haber alguien que le arrebate algo a otro alguien. Hablo precisamente de arrebatar o de arrebatamiento porque también se trata de un verbo que pone el foco en aquel que realiza esta acción connotada de fuerza y violencia. Nina (Patricia López) regresa años más tarde al pueblo donde creció. Allí trata de encontrar a Pedro (Darío Grandinetti), el padre de su novio de cuando era ella adolescente. Yo vi Nina a comienzos de septiembre, recién llegada a Filmin. Me puse a ver Nina en la televisión del salón de mi casa y en cuestión de unos pocos minutos la atmósfera creada por Andrea Jaurrieta consiguió congregar a mi familia entera delante de la televisión. Yo no tuve que decir nada. Me parece recalcable y muy meritorio que sea una película por sí misma la que genere esta atención. Luego, para mí, desgraciadamente, con el desarrollo la historia se vuelve predecible y la película termina alejándose de una originalidad que parecía prometer al principio. Pese a ello, el color rojo anuncia la sangre, una sangre que está llegando al límite de ebullición en la fisiología todas las mujeres, una sangre que sentimos la necesidad de derramar, como siente Nina, con estos relatos de abuso que no dejan de repetirse con crueldad.
Resulta desolador caer en la cuenta del peso que tiene esta última frase que acabáis de leer. “Relatos de abuso que no dejan de repetirse con crueldad”. Pienso que tal vez sea esta misma desolación la que ha llevado a directoras como Icíar Bollaín o Alauda Ruíz de Azúa a crear obras cinematográficas como Soy Nevenka o Querer, respectivamente. El cine no tiene por qué ser útil, pero puede serlo. El cine tiene el poder de ponerte frente a lo que no puedes ver fuera de la pantalla, o frente a lo que ves todos los días pero no te atreves a nombrar. El cine es un lenguaje único que de repente consigue que te des cuenta. Que te des cuenta. La grandeza de una película reside en lograr que sus espectadores vean la realidad de manera distinta a cómo la veían antes de entrar al cine. Los trabajos de nuestras directoras son realmente dignos de admirar desde su simiente. Son historias que se tienen que contar para que, de una vez, nos demos cuenta. Para que, de una vez, la realidad empiece a cambiar. Para que, de una vez, el silencio no lo enmudezca todo. Escribía tras haber visto Soy Nevenka: “todas las veces que una historia real plasmada en la ficción me parte el corazón mi vida cambia, yo cambio: ahora siento una convicción y una fuerza mayores que las que sentía hace unas horas, y agradezco sentirlas, y no las voy a dejar salir de mí, estarán en mí siempre, en ese lugar que es timón de nuestras acciones y de nuestras palabras”.
El primer día que me cuelo en la Sala Berlanga para acudir al festival se corresponde con el primer día de noviembre también. Inicio este mes acudiendo a ver La infiltrada y Por donde pasa el silencio, con la opción, además, de escuchar un poquito después a ambas directoras. En la gala de clausura del festival celebrada el pasado sábado 9 de noviembre, La infiltrada de Arantxa Echevarría se convertía en la película ganadora de esta sección, según un jurado profesional compuesto por las periodistas Beatriz Jiménez y Susana Cabeza y el director y guionista Roberto Martín. El éxito de La infiltrada tanto en taquilla como entre la crítica se entiende al ver su magnífico elenco. Arantxa Echevarría es una directora muy cercana. Su manera de agarrar el micrófono y ocupar el espacio durante el coloquio con los espectadores se convierte en una experiencia bastante diferente a otras experiencias similares para los que estamos allí. A ella le gusta hablar de su película, aclarar cierto tipo de cosas, recalcar otras, contarnos el proceso. En medio de su speech se para a reconocer que el hecho de haberse rodeado de grandes intérpretes es lo que hace que su trabajo realmente parezca mejor. Junto a series como Patria o La línea invisible y películas como Maixabel, la historia real de La infiltrada, encarnada por una sublime Carolina Yuste, nos aproxima a un relato inaudito de una joven y valiente policía que se jugó la vida por desmantelar el Comando Donosti de la banda terrorista ETA.
Toda la seguridad que irradiaba la personalidad de Arantxa Echevarría me chocaría, de pronto, con la presencia tímida de Sandra Romero, la joven directora de Por donde pasa el silencio, que también ha participado en la creación de la miniserie Los años nuevos, protagonizada por Iría del Río y Francesco Carril. Os he contado que vi el documental de Blanca Torres en un cine sevillano. Esto no es casualidad. Fruto de mi formación en la universidad, hace no mucho que he permanecido en Sevilla durante el periodo de un año. El cine también tiene el poder de trasladarnos a lugares, pero yo siento que sin haber vivido en Sevilla jamás hubiese podido apreciar Por donde pasa el silencio como he podido hacerlo, y eso, a su vez, me parece maravilloso y me hace apreciarla aún más. Rodada en el municipio de Écija y protagonizada por Antonio, Javier y María que, además de ser hermanos en la vida real, también son amigos de la directora, Por donde pasa el silencio es un fiel retrato costumbrista de una familia que vive en la Andalucía más rural. El guion, trabajado junto a Alicia Luna y Carla Simón, y la cámara, que gracias a numerosos primeros planos nos permite participar de la angustia de cada personaje, son imprescindibles para armar una metáfora perfecta que nos hará reflexionar sobre lo dado y sobre lo estructural en la familia y en el propio cuerpo humano. La presencia tímida de Sandra Romero me chocaría, de pronto, con el poderoso acto de visibilización del que se trata su película.
De un pueblo andaluz a uno gallego, de un gran debut a otra ópera prima: me refiero a As Neves, película con la que se inauguró el 30 de octubre esta sección que tiene que ver con la Competición Española. Sonia Méndez se ha querido acercar a la generación Z a través de un thriller que peca de superficial en la configuración de sus jóvenes personajes. La celebración de una fiesta muy desmedida que culmina con la desaparición de Paula, una adolescente atormentada por el miedo a expresar su orientación sexual, intenta ser un pretexto para analizar cómo son las relaciones de los adolescentes gallegos. La película se desarrolla sin mostrarnos apenas emociones creíbles y deja la amistad de dos jóvenes de instituto en muy mal lugar. Insisto en que para llegar a ciertos lugares comprometidos del comportamiento y las relaciones humanas, primero es indispensable crear una base sólida de realismo que dé coherencia a unos hechos con los que se pretende lograr algún tipo de conmoción en los espectadores. Sin una emoción bien trabajada, adentrarse en ciertos temas, como el consumo de drogas en los institutos o el miedo a salir del armario, puede contribuir más a agrandar la esfera de los estereotipos que a promover la reflexión sobre problemas reales que están a la orden del día. Pero aunque se trate de una película fallida en lo argumental, la película de Sonia Méndez destaca por una fotografía de una Galicia nevada para el recuerdo y por la revelación de un reparto prometedor.