La edición 72 del Festival de Cine de San Sebastián concluyó este año con una programación que mantuvo el buen nivel pero en la que echamos en falta más joyas ocultas. Como siempre agradecidos, pero abiertos a la agitación, esperábamos aquel título que diera que hablar, algo que durante los primeros días de Festival no lograron ni las propuestas más llamativas ni aquellas que llegaban envueltas en polémica. La propia película inaugural, Emmanuelle de Audrey Diwan, muy esperada tras la anterior El acontecimiento (2021), León de Oro en Venecia, tuvo una acogida más bien tibia. Esta reinterpretación en clave feminista del mito erótico de los 70 aborda la exploración del deseo femenino a través de los encuentros sexuales de su protagonista, interpretada por Noémie Merlant, una alta ejecutiva encargada de evaluar los estándares de calidad de una cadena de hoteles de lujo. La película, dotada de una atmósfera sensorial y un tempo que recuerdan por momentos a Deseando amar (2000) de Wong Kar-Wai, diluye la fuerza de su discurso entre escenas algo vacías y la poca entidad de los personajes secundarios. Con La sustancia, los programadores recogían el testigo de Cannes y apostaban por incluir en la sección Perlak este body horror en torno a la dictadura de la belleza y la juventud protagonizado por la célebre Demi Moore, totalmente entregada a la causa. Sin embargo, pese al mérito de contar con un título tan sonado, el mismo quizá no estaba en el contexto festivalero que mejor casaba con él, algo a lo que tampoco contribuyó la anulación en el último minuto de la visita de su directora Coralie Fargeat para presentarlo. En general, hubo que esperar a que llegara Albert Serra para alborotar el gallinero con Tardes de Soledad, panegírico visual alrededor del mundo del toreo y aparente suicidio temático que, contra pronóstico, causó la admiración especialmente entre la crítica por su valor documental y su habilidad en no posicionarse dentro de un ámbito profundamente polarizado, algo que le valió al cineasta de Banyoles el alzarse con la Concha de Oro de la Sección Oficial. Para el recuerdo quedará la estampa del director recogiendo entre aplausos el premio en el auditorio del Kursaal mientras de fondo se proyectaban las imágenes del torero Roca Rey desplegando su arte frente al toro. Un llamativo crossover entre modernidad y olor a naftalina.
El toque de glamour de este año vendría de mano de Cate Blanchett, imagen del póster oficial y cabe decir que uno de los más bellos hasta la fecha, donde el diseñador gráfico José Luis Lanzagorta y el fotógrafo Gustavo Papaleo supieron capturar la elegancia que siempre acompaña a la actriz. En su primera visita al Festival, la australiana acudía para recoger el Premio Donostia que este año se entregaba por partida triple también a Javier Bardem y Pedro Almodóvar, así como para presentar el largometraje Rumours, donde participaba. Tanto en la rueda de prensa como en la propia gala la actriz hacía balance de su carrera, mencionaba a Todd Field como uno de los directores más extraordinarios con los que ha trabajado y hasta en dos ocasiones citaba a la novelista brasileña Clarice Lispector, conocida por su interés en explorar la psicología de sus personajes y por dar voz a la lucha femenina, como una inspiración para ella.
A lo largo de esta edición varias han sido las temáticas que se han ido repitiendo, algunas de ellas interconectadas entre sí, como la búsqueda de la identidad, la fortaleza femenina o la representación de un mundo que llega a su fin. Estas y otras cuestiones se han ido desarrollando en un contexto donde el musical se reafirmaba como género en auge. A continuación algunos ejemplos que ilustran estas ideas.
It’s the End of the World as We Know It (And I Feel Fine)
Uno de los platos fuertes de esta edición era The End, primer largometraje —y además, musical— del cineasta Joshua Oppenheimer, que se presentaba en Sección Oficial. El trabajo llegaba diez años después de su célebre díptico documental sobre el genocidio indonesio, representado primero por The Act of Killing (2012), desde el punto de vista de los vencedores y posteriormente con su replica The Look of Silence (2014), del lado de los oprimidos. Ubicado en un futuro post apocalíptico, The End explora las relaciones de una familia que, viviendo en un búnker y reconociéndose como los últimos habitantes de un mundo que se desmorona, abraza la ficción para soportar la realidad. El matrimonio protagonista, interpretado por Tilda Swinton y Michael Shannon, reelabora su pasado, lleno de episodios incómodos, para adaptarlo a un presente que sea más amable con ellos y con su único hijo, interpretado por George MacKay, el cual ha nacido y crecido sin interactuar con el mundo exterior. La inesperada aparición de un nuevo personaje servirá para desmontar las dinámicas familiares y la fantasía instaurada. Durante el Festival tuvimos la oportunidad de preguntar al director estadounidense por su interés en mostrar cómo funciona la construcción del relato, un tema que impregna la película pero que es en esencia el mismo que definía también sus anteriores trabajos de no-ficción. El director explicaba que: cada historia que nos contamos no es simplemente verdadera o falsa, sino que moldea nuestra manera de ver el mundo, crea nuestro mundo. Cuando nos ocultamos de nosotros mismos ya no podemos encontrarnos en condiciones de verdadero amor y honestidad. Cuando creamos excusas para aliviar nuestros remordimientos y de alguna manera logramos creerlas, nos mentimos a nosotros mismos. Las terribles consecuencias de esas mentiras ocurren cuando éstas comienzan a desmoronarse, como sucedía en The Act of Killing y en The Look of Silence. Respecto a la elección del género musical para transmitir la historia, según sus palabras: en The End las canciones son maravillosamente hermosas, pero son una mentira. La verdad solo grita cuando dejan de cantar, cuando la melodía que tararean para consolarse comienza a colapsar bajo su propio peso. Al enfrentarse a la sensación de falsedad, en un último intento desesperado por tranquilizarse, a menudo dejan de cantar. La verdad grita a través de los silencios mientras que las propias canciones, las melodías, son a menudo ilusorias. En ese sentido es como la imagen negativa de los musicales de la Edad de Oro —en referencia a los musicales de Broadway de los 50—. Si la imagen negativa de la luz dorada es la oscuridad, quizás éste sea un musical de la Edad Oscura. Pese a la interesante reflexión que aporta el film en cuanto a su estudio del relato —y el virtuosismo técnico de algunas de sus escenas musicales— este queda algo limitado por, precisamente, orbitar en torno a una única idea en la cual incide de manera recurrente sin abrir el abanico a otras tramas y posibilidades.
Con un tono muy diferente, pero de nuevo visualizando un futuro que se encamina hacia el desastre, Rumours, dirigida por Guy Maddin junto a los hermanos Evan y Galen Johnson, plantea una divertida sátira sobre el agotamiento del modelo capitalista, la democracia y la ineptitud de los líderes que nos representan y que se supone deben tomar las decisiones necesarias para que las cosas funcionen. La comedia arranca con la foto protocolaria de los miembros del G7 en el contexto de una cumbre en la que deben redactar una declaración conjunta ante una situación de crisis. Para ello se reúnen en una villa en medio de un bosque alemán con objeto de concentrarse en la preparación del documento. Sin embargo, en el momento de ponerse manos a la obra —agrupados por parejas como si se tratara de un trabajo de instituto— se enredan en temas banales como los líos románticos entre algunos de ellos y otras cuestiones insustanciales totalmente desajustadas con lo esperable para unas personas de su posición. La redacción del documento, una declaración ante una situación de crisis invisible de la que no se conocen los detalles, se convierte en una retahíla de lugares comunes, un pastiche de discursos anteriores que muestran la inoperancia de los líderes que nos gobiernan y su incapacidad para llegar a un acuerdo genuino en el que ni siquiera ellos mismos creen.
En la que quizá sea la película con más visión comercial de Maddin, reconocemos su estilo en detalles como la ambientación del bosque, un lugar onírico de atmósfera envolvente y límites difusos donde fantasía y realidad se entremezclan. La aparición de un cerebro gigante en medio de la maleza, custodiado por una enajenada Alicia Vikander en el papel de representante de la Unión Europea, actúa como la metáfora de la inteligencia artificial que ha llegado para detonar nuestro mundo tal como lo conocemos. El selecto elenco de actores que representa a los mandatarios, encabezado por Cate Blanchett como canciller alemana y alter ego de Angela Merkel, es una de las grandes bazas de un film que, pese a lo grotesco y disparatado de las situaciones que plantea, es una de las películas más divertidas —e injustamente infravalorada— de esta edición.
Con nombre de mujer
Soy Nevenka y Emilia Pérez abordan de maneras distintas la fortaleza femenina y la búsqueda de la identidad ante situaciones adversas. En el primer título, Icíar Bollaín narra la casuística que llevó a la economista española Nevenka Fernández a entrar en la concejalía de Hacienda de Ponferrada en 1999 y como, una vez allí, su relación más allá de lo profesional con el por aquel entonces alcalde del PP, Ismael Álvarez, derivaría finalmente en la primera condena a un cargo político por acoso sexual en España. En una época que todavía estaba lejos de incorporar a la jerga popular términos como gaslighting para categorizar los diferentes tipos de abuso emocional, la película muestra el proceso de manipulación y descrédito al que la concejala de 26 años fue sometida por Álvarez, de 50, tras sentir éste que sus deseos no eran correspondidos. Pese a ser un film algo convencional en su relato lineal de los acontecimientos destaca notablemente por la construcción de los dos personajes principales. Por un lado, la actriz Mireia Oriol como la joven ingenua pero tenaz que no permite que se silencie su voz, en cuyo rostro la cámara de Bollaín se detiene para mostrar los diferentes estados emocionales por los que transita. Por otro, Urko Olazabal, brillante en su papel de alcalde carismático y astuto acosador que actúa bajo el amparo de su posición de poder. La película, que incluye imágenes reales de noticiarios de aquel momento, sirve también como el retrato de una época donde el estigma social hacia la mujer que era objeto de acoso pesaba sobre la propia condena de los hechos, algo que hace todavía más valiente a día de hoy el testimonio de Fernández.
En un registro cercano a lo inclasificable, Emilia Pérez, de Jacques Audiard, también sitúa en primer plano el poder femenino como motor del cambio y la reafirmación de la identidad propia como la única manera de abrirse camino. Con un planteamiento delirante que conecta de manera asombrosa narcotráfico, feminismo y transexualidad, la película, premio del Jurado en Cannes, es una coctelera de ideas que funciona perfectamente, caminando con habilidad por la cuerda floja entre la sofisticación y el esperpento. La actriz Zoe Saldaña, en su papel de abogada desencantada por la corrupción endémica de su país, México, conduce un relato coral de lucha y redención salpicado de números musicales que es tanto una fábula como un melodrama cercano culebrón, donde el personaje de Karla Sofía Gascón muta en cuerpo y alma hasta su reformulación absoluta. Completa el elenco Selena Gómez en su papel de mujer del narcotraficante Manitas, una elección algo desafortunada debido al torpe manejo del castellano de la actriz que pese a sus esfuerzos se mueve como pez fuera del agua con el idioma. El resultado es una película tan disparatada como honesta consigo misma. En ella Audiard reincide en su interés por buscar resquicios de sensibilidad en personajes arquetípicamente machistas que surgen de un entorno violento. De óxido y hueso (2012) o Los hermanos sisters (2018) son otros ejemplos de ello.