Cada cuadro guarda misteriosamente toda una vida, una vida con muchos sufrimientos, dudas, horas de entusiasmo y de luz ¿Hacia dónde va esta vida? ¿Hacia dónde busca el alma del artista, si también se entregó en la creación? ¿Qué anuncia?
De lo espiritual del arte. Kandinsky
La herida aún sangrante de la guerra enraizada en la memoria y vida de Wim Wenders y Anselm Kiefer, alemanes nacidos ambos en 1945 —a sus 79 años—, inspira la creación sinérgica de un documental poético, contemplativo y existencial sobre la obra del pintor y escultor más reconocido y polémico de la posguerra. La sensibilidad espiritual y trascendente con la que el director ha caracterizado su filmografía en la que desde la ficción como a través del documental ha demostrado su interés por hallar en lo humano, lo divino y en lo personal, lo universal, enfocándose en los misterios del alma para darle sentido a la existencia, logra que aunque esta retrospectiva de Kiefer se construya a partir de un lenguaje clásico (exponiendo sus obras con una voz narrativa a partir de entrevistas y desde la contemplación, aludiendo al estado de un museo) impulse una reflexión profunda sobre cómo nuestra búsqueda por la comprensión vive en una pugna eterna contra nuestro impulso de aniquilación en medio del tiempo, la memoria y el arte.
El universo de Anselm nos recibe con un paisaje desolado en el que los vestidos de plomo de Las mujeres de la antigüedad suscitan desde la primera imagen una pesadez mortuoria que se asemeja a figuras angelicales sin alas e incapaces de volar. Una obra de Kiefer que nos rememora a la humanización de los serafines tan presentes en la cinematografía de Wim Wenders, con la que al abrir la película, además de ser la que tiene mayor tiempo en pantalla, nos acerca al sentido espiritual del arte tan señalado por Kandisky. Sin embargo, como en su película anterior Perfect Days, aquel deseo de trascendencia se aleja de lo puramente etéreo y sublime para sumergirnos en lo práctico y cotidiano.
Es allí cuando la guerra cobra protagonismo mientras renueva e intensifica el mensaje de la obra de Kiefer, así como la pertinencia de un documental sobre su trayectoria. Al ser Anselm un proyecto que inicia rodaje en el 2021, antes del comienzo de la guerra en Ucrania pero que culmina y se estrena en pleno pico del conflicto. Desde este ángulo, la película crea un diálogo innegable con la realidad que nos invita a reconocer a tres arquetipos: el sobreviviente, el victimario y el infante. Con ello, hace evidente el deber de los supervivientes de no olvidar sino transformar, la banalidad del mal de los culpables y la niñez como un lienzo en blanco, tal como sugiere la frase final del film “La infancia es un espacio vacío como el principio del mundo”.
Desde estas tres perspectivas atravesadas por la guerra, habitando paisajes devastados, alterados por materiales como el fuego o el plomo, se teje un discurso unificador sobre el silencio. En primera instancia desde la resistencia de Alemania a aceptar el arte de Kiefer, como un resultado de su renuencia a examinar e interiorizar su responsabilidad en el presente y no únicamente como un incidente del pasado. Seguido por la confesión más intrigante y lúcida de Anselm acerca de su sincero desconocimiento de sí él hubiera sido un nazi en aquel momento. Lo que recuerda al ensayo Eichman en Jerusalén de Hannah Arendt —filosofa alemana sobreviviente al holocausto y disípula de Heidegger— en el que llega a la conclusión de que para cometer las atrocidades de la guerra y ser incapaz de juzgar sus actos como horrores, no hace falta ser escandalosamente retorcido, loco o malvado sino que basta con ser una persona común obedeciendo los parámetros de su época. Finalmente, y desde un punto de vista más meditativo, se entreteje el rol del niño como un observador hipersensible a su realidad que en medio del mutismo va construyendo su mundo interior con el que de adulto afectará al mundo.
Es así como el lenguaje de la película termina construyéndose también a partir de escenas ficcionadas donde un niño y un adulto rememoran la imagen de un Kiefer que no sólo es creador en su obra sino también espectador y, sobre todo, “sujeto” del mundo que retrata. Enfatizando la vida detrás de cada cuadro, al complementarlos con intervenciones sonoras, singularidades narrativas y uso de toda gama de elementos realistas, ya sea con voces de mujeres inteligibles en Las mujeres de la antigüedad o sonidos de avión en guerra en Berenice y Embarcación solar que más allá que puntualizar o personalizar la inspiración o mensaje de cada pintura, lo que hacen es vivificarlas y enfatizar su carácter universal, reconociendo el sonido de la guerra, la opresión infame y el silencio como lenguaje común que pesa sobre la humanidad, más allá de las fronteras y las eras.
Algo que llama la atención desde la construcción del documental, sobre todo por su carácter poético en comparación con sus documentales anteriores dedicados a otros artistas como Pina, La Sal de la Tierra o Buena Vista Social Club, es la insistencia del director por resaltar los premios y reconocimientos de Kiefer a lo largo de su carrera. Sin embargo, aquel elemento es clave para el diálogo con el espectador debido a que impulsa una meditación necesaria en el ámbito creativo y su impacto social, la que se refiere a cuál es la influencia en la realidad de aquellos logros y discursos artísticos en pinturas, esculturas o películas, dado que a pesar de su éxito parece que en perspectiva sólo ayudan a mermar la consciencia social después de las masacres, la destrucción o la violación de derechos humanos, inspirando museos, retrospectivas y premios para elucubrar un discurso sobre la superación de la tragedia y la maldad, pero que finalmente no logra salvarnos de la eterna repetición de los errores en ningún lugar del mundo, ni siquiera en Europa o Estados Unidos, donde estas voces son más destacadas y reconocidas.
Así es como existe una carga simbólica profunda que atraviesa todo el documental y las obras de Kiefer: las alas angelicales sin cuerpo, las alas cortadas del avión y el cielo inmenso pero vacío en paisajes desolados o con una única persona en ellos. Quizás como una confesión taciturna de cómo después de tantas guerras, cábalas y mitologías, es decir, a pesar de todo, el sueño del hombre por “volar” en su sentido más espiritual y práctico ha terminado en un silencio fúnebre dónde la esperanza se han truncado y se han cubierto de ceniza como en las pinturas matéricas de Anselm Kiefer. En las cuáles más que existir un “yo”, el habitante de aquellos paisajes de horror es la humanidad, condensada en la herencia de dolor que deja la vejez y la necesidad de esperanza infundada en los niños, que desde su ingenuidad pueden advertir —cómo las imágenes finales de la película— un paraje de posguerra como un escenario de juego. Aquello es poéticamente mostrado en una de las escenas de cierre en la que el niño y el anciano se cruzan en el mismo espacio y la línea de tiempo pasado y presente se unifican. En aquel momento las paredes relucen opulencia y después son cubiertas por una una exposición de horror, guerra y decepción, demostrando cómo el legado a la juventud es esencialmente desolador a pesar de su rica apariencia y belleza cegadora. Siendo la petición de la madurez, después de haber sido parte del horror, que la infancia encuentre, por fin y para siempre, la forma de que aquel ciclo doloroso se detenga.