En japonés, la palabra komorebi se utiliza para describir el patrón de luz que aparece cuando los rayos de sol se filtran a través de las hojas de los árboles, danzando movidas por el viento, y que dura tan solo un momento, antes de desaparecer para siempre. Es, en definitiva, un instante de belleza fugaz. Y de eso trata precisamente Perfect Days, la última película del legendario —y en los últimos tiempos irregular— Wim Wenders: de encontrar la belleza efímera en la sencillez del mundo cotidiano. Y es que en una sociedad que tiende a la grandilocuencia y que se interesa más por la productividad que por la introspección, pararse a contemplar el mundo que nos rodea y deleitarnos por los placeres terrenales que nos ofrece, parece casi un acto revolucionario.
Ahí radica la insurrección de Hirayama (Kôji Yakusho), un tipo corriente, que vive una vida sencilla y rutinaria. Se levanta cada día a la misma hora con el mismo ruido de una escoba barriendo la calle, riega las mismas plantas, se viste con las mismas ropas y se dirige a su trabajo como limpiador de los baños públicos de Tokio. Incluso en los días libres realiza una y otra vez las mismas acciones. Hirayama, como Travis (Harry Dean Stanton) en Paris, Texas (1984), vive en una especie de presente extremo, suspendido en un equilibrio frágil, acechado por la alargada sombra del pasado —este es el principal de los guiños del director a su propia obra cumbre, que incluyen también una corta melena rubia combinada con un jersey rosa, emulando una de las imágenes más icónicas de Paris, Texas—. Ambos ermitaños como castigo autoimpuesto, casi como vía de expiación. Pero Hirayama no está solo. En el viaje lo acompañan las melodías de Lou Reed, Patti Smith o Nina Simone, las palabras de Faulkner o Patricia Highsmith y, sobretodo, el komorebi y todos los momentos de belleza efímera que transcurren en nuestro día a día y que a menudo estamos demasiado ocupados para advertir.
En un extraordinario trabajo de contención, el actor Koji Yakusho carga su interpretación de expresivas miradas, acompañadas de silencios prolongados y de gestos sutiles, a veces imperceptibles, que trasladan la complejidad de un personaje atravesado por la melancolía pero también por una imperante voluntad de abrazar la vida. La cámara humanista de Wim Wenders le sigue sin grandes alardes técnicos, dejando que las imágenes fluyan a un ritmo calmado, entreteniéndose en las cosas pequeñas o en los grises paisajes urbanos, exprimiendo su belleza invisible. Y adentrándonos también en un juego de expresionistas luces y sombras —al fin y al cabo, este es el leitmotiv de la película— que tiñen de color o de oscuridad el día a día de nuestro protagonista
La mirada del director alemán es optimista. En algunos momentos hasta demasiado. Al fin y al cabo es difícil vender la felicidad a través de las pequeñas cosas desde una posición de privilegio, en un sistema capitalista que oprime a los que se encuentran en la parte baja de la pirámide. Tal vez falta una crítica más feroz a una sociedad individualista que invisibiliza a los Hirayamas del mundo, o que hasta los pisa como si de sombras se trataran. Pero quizás, especialmente ahora que el planeta y el mismo cine se ve sumidos en una era de negatividad generalizada, el optimismo algo ilusorio de Wenders es necesario, para recordarnos que la felicidad está en perdernos en la mirada de unos ojos azules, o tomando sangría en el parque con la persona indicada, como dice Lou Reed.
Perfect Days es una invitación a todo esto. A parar y observar el mundo, sin más pretensiones. En tiempos de saturación de estímulos, a dejarse llevar por la belleza de las cosas simples, a dejar que estas nos hablen, en vez de monopolizar siempre nosotros el discurso. Es también una declaración de intenciones del propio Wenders, que a sus 78 años y tras un par de décadas más bien flojas en su filmografía, se reivindica a sí mismo y proclama que todavía tiene mucho que ofrecer. Y es, en última instancia, un destello de optimismo en medio de un mundo en deterioro.