Aún estoy aquí, de Walter Salles

Luminosa familia y memoria brasileñas

Aún estoy aquíWalter Salles es uno de los autores más laureados del cine contemporáneo brasileño. Desde los años noventa del siglo pasado, junto a otro insigne, Fernando Meirelles, ha situado la cinematografía de su país en las mejores cotas de prestigio internacional tomando el relevo de aquel brillante Cinema Novo de los años sesenta y setenta. Su interés por determinados pasajes relevantes del devenir histórico de Brasil y del contexto latinoamericano desde una óptica humanista y social, impregna películas tan reconocidas como Diarios de motocicleta, un homenaje a la riqueza y la diversidad de los pueblos latinoamericanos a partir de aquel viaje monumental del joven Ernesto Guevara, o la magnífica Estación Central de Brasil, en la que el drama pequeño de Josué y Dora reconstruía todo un contexto socio-económico adverso de infancias abandonadas y adulteces miserables, que consiguió conmovernos profundamente.

En Aún estoy aquí, después de más de diez años desde la fallida On the Road, Salles retorna a sus coordenadas creativas más certeras para traernos un relato que vuelve a pegarse a las gentes y a las playas rebosantes de vida de Rio de Janeiro, mediatizadas por sus personales recuerdos de infancia, durante la fatídica dictadura militar brasileña. Cuenta Salles que cuando tenía trece años conoció a esa familia, la familia Paiva, que venían de Sao Paulo y habían alquilado esa casa cerca de la playa. Eran cuatro hermanas y un hermano, que junto a varios amigos, y a sus padres y a los amigos de estos, formaban una comunidad muy especial a los ojos de aquel chiquillo, casi como un contraplano de lo que se vivía en Brasil durante aquellos tiempos oscuros. En aquella casa luminosa, se enamoró de la política, del cine, de Gilberto Gil y Caetano Veloso, ambos en el exilio londinense, y de las bandas anglosajonas más inspiradoras, porque esos eran sus intereses, los que copaban todo el tiempo de conversación y goce en aquel oasis de modernidad. Y es precisamente ese microcosmos cultural, ético, socio-político, afectivo, el que Salles consigue aprehender durante el primer acto del film con un pulso sensorial y un naturalismo que traspasa la pantalla. Desde esos primeros pasajes de la hija mayor, Vera, la hippie que fue macrobiótica durante dos semanas, y ansía vivir su sueño juvenil, pero vive con rabia la represión policial a pie de calle, hasta las disfrutadas jornadas playeras de Marcelo y sus colegas de fútbol, o las reuniones festivas de todo el clan al completo siempre atravesadas de música y baile.

Aún estoy aquí

Pero a partir de la desaparición forzada del congresista Rubens, el padre de esta familia, la sensación de robo inmisericorde de la existencia se adueña de la crónica de las detenciones ilegales, de los interrogatorios inhumanos, y de las torturas y asesinatos perpetrados en Brasil durante aquellos años con la más absoluta impunidad. Salles ha tomado el libro que Marcelo Paiva publicó en 2015 para componer un retrato colectivo de la memoria de un país, que sin embargo va perdiendo fuerza narrativa en pos de ciertos manidos recursos al sentimentalismo que a mi modo de ver lastran el tercio final del film. Muy especialmente los sucesivos retornos a los años de madurez y ancianidad de la protagonista, donde la hermosa verosimilitud reproducida hasta entonces se abandona a los homenajes excesivamente subrayados y a cierta impostura en las interpretaciones.

En cualquier caso, una cualidad incuestionable de la propuesta de Salles es el poderoso músculo dramático de Fernanda Torres, en la piel de Eurice, la madre sobreviviente que tuvo que dar unos cuantos pasos al frente para luchar por el bienestar de sus hijos y para preservar la memoria de su marido asesinado por medio del activismo político. Su interpretación rezuma contención y veracidad —recordemos, opta a los galardones de la Academia de Hollywood junto a la película en el apartado general y en el internacional—, y además conforma una hermosa simbiosis artística con su madre Fernanda Montenegro, que protagonizó Estación Central de Brasil, y aquí presta su potente presencia a la Eurice ausente y enferma de Alzheimer.

Sin duda, esa es la esencia y la virtud de esta película, la pugna contra el olvido que produce monstruos.