El fin del exotismo
La pandemia, en el ámbito creativo, dio pie a tantas frustraciones como nuevas propuestas. En el caso de Miguel Gomes, la distorsión creada sobre un equipo de rodaje, los encierros sucesivos, la política sanitaria del distanciamiento e, incluso, el uso de las mascarillas, resultó en Diarios de Otsoga (Diários de Otsoga, 2021), una reflexión tan certera sobre un momento histórico como insuficiente para el espectador. Otsoga, agosto cabeza abajo, ofrecía tantos destellos de alegría como de conflicto, rememoraba Aquel querido mes de agosto (Aquele querido mes de agosto, 2008), obra referencial de su autor, pero devenía un fresco demasiado inmóvil, a pesar de las idas y venidas de sus personajes, de sus paseos a pie o en tractor en una suerte de jardín con límites, durante las semanas del encierro forzoso, en el que naufragaba la narración.
Tal vez por ello Grand tour no deja de moverse. Una fuga adelante a nivel personal del protagonista y, tal vez, una fuga también del propio director. Un movimiento constante dentro del plano, movimiento de los personajes, de los objetos incluso, movimientos de la cámara (travellings hacia adelante, en retroceso, laterales…). A pesar de la tristeza de algunos pasajes, esta se siente impostada y, más allá del encuadre, se transmite una alegría de vivir, un frenesí por moverse, un goce cinético.
Inspirada a partir de un relato de Somerset Maugham, Grand tour nos cuenta la fuga a lo largo y ancho del Sudeste asiático de Edward, un agregado a la embajada británica de Birmania quien, a finales del siglo XIX, huye ante la llegada de Molly, la novia a la que no ha visto en siete años y con la que no tiene interés alguno en conectar. Y narra, también, la persecución de Molly, empecinada en alcanzar a Edward para demostrarle que se aman. Lejos de lo que podría plantearse, sin embargo, Gomes no se orienta al melodrama, sino que sigue la historia de modo liviano, casi frívolamente, dejando que la ruta de ambos sea el pretexto para recorrer Oriente, al modo de los grandes viajes de lujo que se pusieran de moda a primeros del pasado siglo. Así pues, la historia principal deviene un mcguffin en base al cual viajamos por el Sudeste Asiático, con una alegría que no comparten los protagonistas de este Grand Tour.
El resultado es harto curioso puesto que, en tanto que espectadores, nos distanciaremos de las cuitas personales de la pareja protagonista, que pasan a ser un telón de fondo, cuando lo que se antoja más interesante es el entorno por el que transitan. Y ahí es donde Miguel Gomes sorprende de nuevo, puesto que contrapone una muy cuidadosa producción (fotografía, vestuarios, decorados) que ambienta de modo muy adecuado los lugares que visitan, los espacios que habitan, Edward y Molly para, con lugares reales captados en periodo pandémico y post pandémico por un equipo asiático y mostrados en pantalla tal como ahora son. Tenemos así, rememorada, la odisea de los directores intrépidos de los Lumière, viajando a los confines del mundo, captando el exotismo para el disfrute burgués o popular en Occidente a medida que Edward y Molly recorren Tailandia, Singapur, Indochina y Cochinchina, Filipinas, Japón y China.
Sin embargo, por el motivo que fuera (buscado por Gomes o condicionado por los azares de la producción postpandémica), las imágenes y el tono de la cinta van evolucionando. Si inicialmente vemos representaciones de marionetas birmanas e indonesias, o norias movidas a tracción humana, progresivamente las imágenes captadas por las cámaras nos resultan más y más familiares. Tenemos, en Manila o Japón, los karaokes, las mismas luces de neón, el mismo tráfico, que vemos cerca de casa. Las motos invaden las calles de Saigón, bailando al ritmo del Danubio Azul en un bucle sin fin. Todo se mueve, pero todo nos resulta más cercano. Más allá del Bund de Shangai, identificamos el mismo perfil de rascacielos que podemos ver en los Emiratos, en Londres o Nueva York. Y, al llegar a Chongquin, la explosión urbanística devora todo, como un monstruo que se expande más allá de la cuenca del Yang Tsé, encaramándose hacia los bosques de bambú dónde habitaban los pandas, escalando hacia los Himalayas.
El paraíso ya no existe. Los Lumière podrían desarrollar cierta antropología, pero de ninguna manera conseguirían actualmente evocar el exotismo. El Grand tour deviene un reflejo de nuestro propio mundo. Del mismo modo, la fuga, a nivel geográfico, ya no es posible. Y, tal vez por ello, Gomes renuncia a la narración. Después de saltar de un barco a otro, de viajes en tren, de marchas por la jungla, el director abandona a Edward en brazos del opio y recupera in extremis a la intrépida Molly de su aciago destino. En el mundo actual no hay espacio para el romanticismo y no merece la pena morir de amor como en los relatos de antaño.



