Harvest

Harvest, de A. R. Tsangari – Americana 2025

Libertad era un asunto

Durante estos días de festival, a raíz de ir escuchando en numerosas ocasiones una canción de Piero en la introducción de las proyecciones de la sección Tops del Americana Film Fest, he recordado aquella otra que decía esa frase de “para el pueblo lo que es del pueblo”; donde el artista argentino cargaba contra el poder en una serie de sentencias lapidarias a modo de himno sindical e incendiario. De alguna manera, pese a no tener relación alguna con el contexto expuesto, este lema resuena en la película que ha resultado felizmente ganadora de dicha categoría: Harvest (2024) de Athina Rachel Tsangari, adaptación de una novela de Jim Crace y un inclasificable objeto de estudio que se arraiga en la tierra como una tragedia rural sobre la tendida y accidentada expropiación de un poblado sin tiempo ni nombre.

Tras la fascinante y dolorosa Attenberg (2010) —título indispensable para comprender la greek weird wave de principios de la década pasada, donde localizamos algunos trabajos de Yorgos Lanthimos y Babis Makridis—, el cine de Athina Rachel Tsangari supone una excepción a la norma; una pulsión sobre el tacto y la fisicidad que explora su extraña comprensión mediante el juego y el ensayo. Desde el afecto hasta el dolor, su mirada desprovista sobre la idea del cuerpo sugiere una sensibilidad autoral diametralmente distintiva —véase, icónica, esa imagen de los omoplatos salidos o, por otro lado, ese primer beso desencajado, sin rastro de afecto—. En ese examen clínico y de perfiles hieráticos, la directora destila un retrato sobre la incomunicación humana y el desasosiego; elementos que podemos intuir, en otros términos, en su nuevo trabajo.

Harvest da comienzo con una mano alzada hacia el cielo, dispuesta alrededor de la luminosidad dorada de unos campos de trigo. Inmediatamente, reconocemos al protagonista de esta historia: Walter Thirsk (Caleb Landry Jones), un tipo desubicado con un pasado tortuoso que arrastra en su pesar y su manera melancólica de habitar el espacio, constantemente fuera del agua. A partir de su particular amistad fraternal con Kent (Harry Melling), propietario de aquel territorio, la historia siembra lentamente un porvenir incierto; uno abierto a la amenaza colindante de ciertos personajes que van llegando a cuentagotas hasta aquel lugar. Por un lado, la irrupción de una especie de sacerdotes foráneos y su posterior escarmiento público por parte de los pueblerinos denota el carácter ambiguo de su visión, extraña, irracional y completamente ajena a unos cabales sociales. Por el otro, con la llegada del primo de Kent (Frank Dillane), el reclamo y control de las tierras se traslada desde el blanqueamiento político de dicha intención, en una avanzadilla previa a modo de Caballo de Troya representada por un cartógrafo (Quill) que planea delimitar el terreno. En ese espacio indeterminado, la relación entre Walter y el tipo de los mapas traslada el conflicto hasta los límites de la comunicación, en una reflexión entre las virtudes y defectos del conocimiento y la ignorancia que culmina en una escena donde el primero pide ser golpeado en la cara por el segundo.

En esta inocencia desprovista y accidentada, la amenaza se cierne en el pueblo como una nube negra. En la incertidumbre donde navega Harvest —insólita en su concepción—, es posible establecer un paralelismo en su carácter febril con la extraordinaria (y reivindicable) El castillo (1994) de Aleksei Balabanov, donde su faceta desorientada conecta con su segunda mitad, cuando nadie sabe qué hacer o cómo actuar ante la invasión extranjera, yendo constantemente de un lado para otro hasta derrotar cualquier atisbo de intención o réplica. El pueblo, como sucedía en Los siete samuráis (1954) de Akira Kurosawa, actúa y piensa en sí mismo y su bienestar, arrastrando mártires y llegando a ser tan miserables como aquellos que sacan provecho de su posición de poder. En esta trifulca, Tsangari habita un tipo de violencia sumamente contextual, ligada a la incomodidad de lo liviano y trivial que desemboca, en última instancia, en una alegoría política y humanista sobre la sumisión y la culpa.

Como decía Piero: para el pueblo lo que es del pueblo, aunque eso no sea en el sentido estricto de lo que merece o reclama, si no de lo que conlleva su cometido, donde localizamos una masa que obedece (o no) y se guía pensando en los límites de sus fronteras. Desde esta perspectiva limítrofe, íntegramente ligada al lenguaje y la incomunicación entre unos y otros, Harvest enmarca un paisaje terrible (a la par que fascinante) sobre la libertad, la represión y sus detonantes. Una obra única y rotunda, abierta al riesgo de su ambigüedad y las contradicciones que hacen de esta una historia profunda y tragicamente humana.