La dupla David Ayer y Jason Statham vuelven a unir fuerzas tras The Beekeeper (David Ayer, 2024), una propuesta de acción en la que Statham era un apicultor al que unos tipos muy malos cabrean y, por lo tanto, recurre a sus habilidades adquiridas en su pasado como espía para darles caza y liarse a palos. Este año nos traen A Working Man (David Ayer, 2025), una propuesta en la que Statham hace de un obrero al que unos tipos muy malos cabrean y, por lo tanto, se ve obligado a recurrir a sus habilidades adquiridas en pasado como militar para liarse a palos. En esta ocasión, al principio de la peli, el personaje de Statham se pone un casco de obrero, así que ya es totalmente distinto a The Beekeper, que no se diga.
Bromas aparte, es evidente que ir a ver A Working Man es una decisión cuyo devenir no depara muchas sorpresas, una apuesta segura para aquel que va a lo que va: a ver al actor británico, que otrora fuera saltador olímpico (participó en las olimpiadas de Barcelona de 1992), yendo de tío duro, pegando a peña y soltando frases como “yo no me fío de la gente, yo me fío de la biología” (si es que hasta da para reflexiones filosóficas). Ya sea como obrero, apicultor, basurero o un chófer, cuando Jason Statham está en el rol principal siempre encuentra a la escoria humana más detestable sobre la que descargar su ira (o sobre un tiburoncito prehistórico de 23 metros, en el caso de Megalodón (The Meg, Jon Turteltaub, 2018)). En A Working Man, Levon (el protagonista para la ocasión) intenta ganarse la vida trabajando honradamente cuando una mafia secuestra a la persona equivocada: la hija de los García, familia para la que Levon trabaja y con la que guarda una estrecha relación, craso error por parte de los mafiosos. Ligeramente más encarada al thriller que su predecesora con temática de abejas, Levon debe seguirle la pista a los criminales responsables del secuestro, eliminando a todo aquel que se cruce en su investigación al mismo tiempo que es el más guay del patio.
Entre el cliché y la exageración, A Working Man se deja ver como una película sencilla pero cumplidora cuyo metraje sirve principalmente para preparar los elementos que estallan en un tramo final cargado de excesos. Es aquí donde la estética de Ayer, un cierto realismo imbuido de un ligero tono comiquero, impregna los escenarios en los que se dan encuentro mafiosos rusos, moteros con cascos de samurái y psicópatas con ametralladoras enormes. Siendo el argumento de A Working Man más terrenal que la trama de agencias secretas y súper espías de The Beekeper, no faltan los personajes pintorescos y un tanto extravagantes que siguen un funcionamiento arquetípico muy marcado pero que, bajo la dirección de Ayer, y esto es algo a destacar en la filmografía del director, disponen de una personalidad que en esencia es lo que proporciona definición a la película.
Se podría decir, más allá de los mamporros, que hay un subtexto enterrado que comenta sobre el papel esencial de los trabajadores: son la base sobre la que se construye todo y, sin ellos, no existiría una clase alta que goce de las posibilidades que ofrece su ventajosa posición. Incluso, para aquel aventurado que no tema ir demasiado lejos, podría ver retazos de Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), especialmente en un plano que, de haberlo mantenido más tiempo, casi podría haberse considerado un homenaje a la película de John Ford. Lo que está claro es que cualquier posible reflexión sobre la clase obrera o la violencia que pueda tener el filme es lo de menos. Aquí se viene a ver guantazos, y de esos se dan unos cuantos. Aunque, eso sí, me parece imperdonable que Statham no llegue a usar la maza de la que hace gala en el cartel en ninguna pelea.


