El brillo de la televisión

El brillo de la televisión, de Jane Schoenbrun

La autoconsciencia a través de la ficción

“And I was me. I was finally me again.”

Maddy

Si cuando era niña todo producto audiovisual alejado del plano realista dejaba enseguida de interesarme, no era porque le tuviera ningún tipo aversión al universo Ghibli, sino porque me costaba conectar con todo aquello que no hablara, de alguna forma, sobre mí y mis circunstancias. La exigencia de verme reflejada en la pantalla fue algo que me costó dejar atrás, pero una vez superado ese narcisismo de juventud, pude descubrir una cantidad inimaginable de títulos nuevos. La construcción de la identidad de aquellos que nacimos en los noventa parece estar directamente relacionada con lo que consumimos, en la televisión primero, y en internet después. Al ver El brillo de la televisión, la mayoría de millenials pueden conectar con el niñe que un día fueron a través del personaje de Owen (Justice Smith), a quien conocemos con 12 años (interpretado a esa edad por Ian Foreman) en pleno viaje de autodescubrimiento. Es entonces cuando se topa con Maddy (Jack Haven), dos años mayor que él y totalmente obsesionada con la serie The Pink Opaque, ficción inventada que toma como referencia a Buffy, cazavampiros (1997-2003), serie a la que volveremos enseguida. 

En una de las primeras escenas de la película, vemos a Owen dentro de una especie de inflable gigante a rayas blancas, azules, lilas y rosas, simbolizando las banderas trans y bisexual. Esta imagen podría ser una manera de mostrar una infancia que es abrazada por un abanico de posibilidades, una oportunidad de encontrarse a uno mismo que acaba fracasando por culpa de la inevitable llegada de la edad adulta sumada a la incapacidad del personaje de tomar decisiones, estado que, hacia el final del film, vuelve a ser representado a través del mismo elemento (el inflable), esta vez de color gris y sin apenas iluminación. 

Si bien la lectura principal de esta búsqueda de la identidad se relaciona con lo queer, el vínculo entre Owen y el poder de la ficción sitúa la identificación un escalón por encima, lo que permite el reconocimiento de un público más amplio, uno con el que intenta conectar a través de la rotura de la cuarta pared hasta en seis ocasiones. El protagonista se dirige al espectador buscando una conexión empática que alimente su vínculo con él y con aquello que le ocurre. La muerte de su madre, la desaparición de su única amiga y la cancelación de la serie son tres eventos que tendrán lugar en un breve lapso de tiempo, y que afectarán negativamente en la ya consternada existencia del joven.

Owen solo es capaz de sentir a través de lo que ve en la pantalla, permaneciendo emocionalmente imperturbable frente a todo lo que acontece a su alrededor en el plano terrenal. Su incipiente depresión y angustia vital irán creciendo a medida que pasan los años, que van de 1996 a, presuntamente, 2030. Canciones como Claw Machine de Sloppy Jane, banda neoyorquina formada por Haley Dahl y Phoebe Bridgers, acentúan su tristeza con versos como: “I think I was born blue” o “I can’t hold on to anything”, mientras que en una conversación con Maddy, el chico le confiesa no tener nada en las entrañas. Al final, en uno de los momentos más reveladores de la película, tanto él como nosotros nos daremos cuenta de las trampas de la autopercepción: Owen se abre el torso de arriba abajo para comprobar frente al espejo que el brillo de la televisión es también el suyo, viendo como este emerge literalmente de su pecho en uno de los pocos planos en los que es capaz de sonreír.

Existe una relación de dualidad entre los protagonistas de la película y las de The Pink Opaque. Tara es la representación de Maddy —más cercana a la identidad queer y atrevida en sus decisiones vitales—, mientras que Isabel está vinculada a Owen —ambos sienten miedo ante el descubrimiento de lo que ocurre en su interior—. A Tara e Isabel las une un dibujo de un fantasma rosa en la nuca a través del que se comunican mentalmente; Maddy, antes de desaparecer durante ocho años, le dibujará el mismo símbolo a Owen, quien intentará borrárselo cuando decida que no va a acompañarla en su viaje (tanto literal como metafórico). Esta fuga compartida fallida recuerda a cuando en Euphoria (Sam Levinson, 2019-), la pareja formada por Jules y Rue planea dejar atrás la presión del pueblo en el que viven con el mismo objetivo: liberarse del peso de una sociedad cerrada para encontrar la oportunidad de realización, aventura que finalmente solo vivirá Jules, uno de los varios personajes queer de la serie de HBO.

Cuando Maddy insiste en que para sobrevivir, primero necesita morir, hace referencia a aquellas personas que transicionan de un género a otro (u otros), dejando atrás toda una realidad que de alguna manera queda enterrada. Para este personaje, morir significa finalizar una etapa vital —relacionada con el final de la última temporada de su serie favorita— para empezar una nueva era —correlativa a una inédita sexta temporada—. Y es a través de esa imagen del enterramiento como Maddy visualiza tanto su muerte como la de Owen, ofreciéndole una segunda oportunidad (tras la huida frustrada), para abrazar esa identidad deseada, en una especie de renacimiento que podría dialogar, citando otra película del mismo año, con la transición de la protagonista de Emilia Pérez (Jacques Audiard, 2024), cuya muerte debe “ficcionar” con tal de convertirse en la persona que siempre ha deseado (y que interiormente siempre ha sido). Enterradas, también, es como mueren tanto las protagonistas de The Pink Opaque como Buffy en uno de sus tres asesinatos, aludiendo a la famosa expresión “bury your gays”, cliché estadounidense relativo a la censura del Código Hays.

Si a algo remite El brillo de la televisión es al universo granulado del cine de finales del siglo XX, además de en lo estético, también a través de la cantidad de referentes —tanto audiovisuales como musicales— de esa época. Schoenbrun ha comentado en varias ocasiones la conexión entre su película y la serie de Buffy, cazavampiros, un icono indiscutible de la televisión de los noventa; pero también existen obvias alusiones a The Adventures of Pete & Pete (1992-1996) (sus personajes aparecen en un fotograma) o a Videodrome (1983), cuando Owen, haciendo referencia a una de las emblemáticas imágenes del film de Cronenberg, introduce su cabeza dentro del televisor.

El film está repleto de homenajes más que evidentes para el fandom de la ficción sobrenatural liderada por Sarah Michelle Gellar, aunque menos obvias para quien, como quien escribe, tan solo alcanzó a ver fragmentos de algunos capítulos sueltos. Por un lado, Tara, una de las protagonistas de The Pink Opaque, comparte nombre con uno de los personajes de la serie; además, la actriz que la interpretaba, Amber Benson, tiene aquí un pequeño cameo como madre del amigo “invisible” de Owen (no porque se lo imagine, sino porque nunca llega a aparecer). También es significativa la sexualidad asociada a la Tara de Buffy: su homosexualidad expresa (razón por la que, al parecer, acabará siendo asesinada delante de su novia Willow) conecta con la comprensión con la que su análoga en el film trata al abatido protagonista, cuya breve conversación gira en torno a la culpa que le genera haber pensado siquiera la posibilidad de aceptar su identidad. Otro rasgo común entre serie y película surge de los referentes sociales que ambas generan, en este caso encarnados por figuras femeninas y jóvenes: tanto Buffy como Isabel y Tara poseen poderes psíquicos que les ayudan a vencer el mal, representado por varios villanos. Por último, cabe destacar el paralelismo entre el Double Lunch, un pub que aparece tanto en la ficción de la serie como en la vida real, ejerciendo como portal entre ambos mundos, y El Bronze, el club nocturno de Buffy. La particularidad de ambos espacios es la música en directo, elemento que conecta directamente con el Roadhouse de Twin Peaks: The Return (Lynch & Frost, 2017), donde asistíamos al concierto de una banda distinta al final de casi cada episodio. La conexión con el universo Lynch no se queda aquí, sino que traspasa el guiño fácil para abarcar un amplio rango de referencias, tanto estéticas (la incursión inexplicable de lo extraño) como espaciales (la representación del suburbio estadounidense). A lo largo del film nos topamos con planos que apelan a lo raro e inexplicable, que en esencia recuerdan a la cosmología del director de Eraserhead (1997) pero trasladados a un imaginario actual. Por ejemplo, el uso de la neblina como artefacto para difuminar la realidad, así como la existencia de objetos desubicados, sacados de su lugar habitual, para darnos pistas de que algo anda mal.

La banda sonora, compuesta en su mayoría por bandas queer emergentes, alude también a ese universo noventero. Schoenbrun pidió a todos los grupos que compusieran una canción que pudiera aparecer en este tipo de ficciones, y esto dio lugar a una lista de temas que van de lo tierno e infantil, a lo tétrico y melancólico. No solo rítmica y melódicamente, sino que si nos fijamos en las letras, podremos leer versos profundos que conectan directamente con la angustia de la adolescencia, con ese sentimiento de no pertenencia que arrastra a Owen hasta una etapa adulta infeliz y desquiciada. Un momento vital en el que él mismo, a través de la revisión de la serie catorce años después de su estreno (así es como empieza literalmente la película), recuerda todo aquello que fue posible pero que, sin embargo, nunca llegó a materializarse. Después de tanto tiempo, revisar The Pink Opaque supone un desengaño para Owen, ya que el recuerdo de la serie entra en conflicto con lo que es en realidad. La distancia entre las imágenes guardadas en la memoria y aquellas que aparecen en la televisión en el momento de la revisión supone otra prueba fehaciente de que no hay escapatoria posible a los estragos de la edad adulta.

¿Cómo explicar el malestar, la angustia, el hastío o la insatisfacción vital asociados a la adolescencia? Muchos cineastas han utilizado los códigos del horror para llegar a puntos similares, y es obvio el tono terrorífico en la propuesta de Schoenbrun, con fotogramas que generan ecos en nuestra memoria, se (re)instalan y también producen, de manera inevitable, cierto rechazo. Le directore de We Are All Going to the World’s Fair (2021) habla de un dolor concreto y a la vez (o igual precisamente por eso) muy reconocible: el que surge de la incapacidad de encajar en una sociedad regida por lo hegemónico, por ese sentimiento de alteridad que nos aleja del resto. Ojalá un futuro cinematográfico más heterogéneo y, por ende, cada vez más lejos de la heteronorma.