Pánico en el tren bala, de Shinji Higuchi

En mi prematura cinefilia, cuando descubrí mi entusiasmo por el cine japonés, recuerdo el impacto que me produjo ver por primera vez la secuencia de apertura de Suicide Club (2001) de Sion Sono. En aquella película, a los pocos minutos de arrancar, un grupo de estudiantes se arrojaban al unísono a las vías del tren, en una imagen absolutamente demoledora que se conjugaba con el espíritu teen angst de la época y todas aquellas obras de adolescentes sin anhelos vitales. Sin embargo, eso era otro nivel. En su desidia desalmada, el nihilismo de creer (paradójicamente) que algo así era posible resultaba terrorífico, porque Sono no era el único que apostaba por estos extremos —podríamos trazar un recorrido entre Battle Royale (2000) de Kinji Fukasaku y Confessions (2010) de Tetsuya Nakashima—, pero aquello iba mucho más lejos, más teniendo en cuenta la fascinación del país nipón con los trenes de alta velocidad; símbolo de la modernidad y de su resurrección socio-económica tras la Segunda Guerra Mundial. En esa declaración de intenciones, el delirio de visualizar una generación sin futuro de aquella forma, con esa extraña trivialidad, convertían ese momento en una representación alegórica de un presente (y un porvenir) desesperanzado e incierto.

Pánico en el tren bala (2025) de Shinji Higuchi, remake (¿secuela?) de la setentera Pánico en el Tokio Express (1975) de Junya Satô, sirve como un modélico y funcional espectáculo que transita la emoción de un viaje ligado a los rieles por los que avanza el escenario y su observación ajena —imposible no pensar en su epítome fundacional, Pelham 1, 2, 3 (1974) de Joseph Sargent—. En este caso, como es posible intuir por los tropos del subgénero, el tren lleva una bomba que solo será activada cuando este reduzca la velocidad, situación que pondrá al extremo a los pasajeros, sirviendo todos ellos como representación de distintos arquetipos de la actualidad (donde ya se ha convertido tradición el toque de atención a la figura del influencer). 

En la primera secuencia de Pánico en el tren bala, el responsable del tren, Kazuya Takaichi (Tsuyoshi Kusanagi) explica ante una clase de jóvenes estudiantes cuál es su función allí y porqué escogió trabajar de eso. Entre otras cosas, Takaichi habla de la pasión de reunir a gente de todo tipo hacia un mismo destino y de lo que conlleva garantizar ese recorrido de un lado a otro. En unos términos más elementales, esa lectura se podría trasladar sobre el devenir vital de las sociedades y cómo su deriva termina conduciendo un trayecto sin frenos, destinada a una catástrofe inevitable. Sobre esta última, Shinji Higuchi es claramente un experto, contemplando su destrucción en El hundimiento de Japón (2006) o visualizando el caos y su elaborada gestión a través de Shin Godzilla (2016) o Shin Ultraman (2022) —e incluso en su versión live-action de Ataque a los titanes (2015)—. En su visión del pánico social y la amenaza mayor, el director opera unas directrices plenamente funcionales que domina con total soltura, pero también se rige por una particular sensibilidad autoral que distingue su propuesta con voz propia, abrazando un retrato más ambicioso y cercano a lo humano, especialmente durante su segunda mitad. 

Más allá del factor límite que transcurre dentro del tren, paralelamente a ello se desarrolla la ejecución de su rescate, mostrando los entresijos y trabas que rigen la gestión política del conflicto. Aparte de traducir al espectador el plan trazado y subrayar su hazaña, Higuchi también muestra cómo todo funciona según unos determinados intereses y lo expone frontalmente en sus distintos encontronazos e irregularidades. Es en esta observación donde destaca el punto más notable de la película, ofreciendo un reflexión más amplia que reconduce el camino previsible de un film para plataformas hasta un registro más libre, sugiriendo el riesgo, aunque tampoco se atreva a descarrilar del todo.

Desde luego, la propuesta no se asemeja a los extremos de Sono, pero en su deriva emocional se podría intuir ciertos retazos de aquel espíritu derrotista de principios de siglo —aquí, por suerte, algo más luminoso—, y es ahí donde resulta, finalmente, una película más que estimable. Pánico en el tren bala es lo que su propio nombre indica, y no deja de dialogar con el espectáculo de una acción directa y mayúscula, pero es en estos códigos donde la lectura social que deja como subtexto convierten su cometido en un valioso entretenimiento lúdico con pinceladas de estilo.