Baby Assasins: Nice Days

Baby Assassin’s: Nice Days, de Yugo Sakamoto

Con la ligereza estival del manido tópico del episodio de playa’ —presente en un sinfín de animes y producciones niponas—, la tercera entrega de la acción indie de Baby Assassin’s atraviesa el meridiano del Festival Nits de Cinema Oriental de Vic 2025 como un soplo de aire fresco. Tratándose de una secuela, pudiera parecer contradictoria esta afirmación, pero lo cierto es que la personalidad de la propuesta de Yugo Sakamoto renueva (y perfecciona) el espíritu desenfadado de una historia rebosante de originalidad, marcada esencialmente por la química entre sus dos protagonistas: las compañeras de piso (y asesinas a sueldo) Chisato Sugimoto y Mahiro Fukagawa —interpretadas por Akari Takaishi y Saori Izawa, respectivamente—.

En su planteamiento, Baby Assassin’s: Nice Days (2024) sitúa la historia lejos de la urbe, en una ciudad costera llamada Miyazaki. Lo que parecían ser unas vacaciones tranquilas rápidamente se convierten en otro trabajo de encargo para las dos asesinas, que siguen ejerciendo su labor brutal con la pereza rutinaria de cualquier empleo de lunes a viernes. Sin embargo, la manera en la que se escoge filmar la acción es claramente uno de los grandes aciertos de estas películas. En la coreografía de los stunts de Kensuke Sonomura —aprendiz del legendario Yasuaki Kurata— la peripecia no es solo artificio: en la construcción de set-pieces, el trabajo de coordinación entre departamentos, dobles y actrices subleva una narración intrínseca al movimiento, haciendo de cada enfrentamiento cuerpo a cuerpo una auténtica delicia para los amantes del género. A través del pulso de sus tendidas secuencias de golpes, disparos y cuchilladas —que han ido superándose a cada nueva entrega—, el desarrollo paralelo a las mismas suscriben estos momentos como una liberación catártica, en una traslación desenfadada que hacen de la violencia un juego trivial, pero también una manera de mejorar y hacer frente a las adversidades.

En su convivencia cotidiana, en escenas sin apenas trascendencia en el desarrollo de los acontecimientos centrales, la historia se detiene en numerosas ocasiones para mostrar superficialmente la amistad y los problemas mundanos que (también) acarrean la vida de Chisato y Mahiro. Con el tratamiento de un slice-of-life, pasado por el mismo filtro de obras recientes como Spy×Family (2022), este contraste entre ambos mundos resalta una mezcla de géneros sumamente sugestiva que, en última instancia, dota de personalidad al conjunto.

El drama emocional está emborronado ante esa actitud juvenil aparentemente intrascendente que caracteriza el estilo del director. Sin embargo, en su intimidad —dentro de una tienda de campaña, al finalizar una cena generosa o después de un enfrentamiento que casi les cuesta la vida—, la sinceridad devota de su complicidad y la fortuna de tener a alguien con quien compartir el tiempo convierten estos instantes de confesión en toda una oda a los cuidados y la amistad. De hecho, en uno de los diálogos finales, cada una le agradece a la otra el no haber muerto hasta entonces, en una extraña celebración donde su deseo se verbaliza de forma discreta, pero con la luminosidad que ofrece un pequeño atisbo de verdad entonado entre lo liviano y banal del día a día.

Convertida en una trilogía, el encanto de las Baby Assassin’s no solo reside en el despliegue alternativo de un cine de acción ejemplar, si no que empata la balanza desde su lado más humano. A través de esta tercera entrega —quizá la más cafre hasta la fecha—, el desparpajo y el buen rollo hacen de esta serie de historias una de las más emblemáticas del cine japonés reciente, a la que le auguro el culto de sus futuros adeptos. Como dice la canción de Atarashii Gakko!: Toryanse! Toryanse!