Still Walking

Still Walking, el Preludio n.º 1 de Bach y Kierkegaard

Tengo muy pocas pertenencias materiales. Durante años viví sin mesa ni sillas. No lo consideraba necesario, ni para comer ni para trabajar. Tengo sin embargo un piano, lo que no deja de ser curioso, ya que no sé tocarlo. Salvo una pieza: el Preludio n.º 1 en do mayor, de El clave bien temperado. Lo he tocado hasta la saciedad y probablemente seguiré haciéndolo. Bach es mi lugar al que volver. Mi forma de centrarme cuando el mundo se desdibuja. 

Esta semana ha pasado por la ciudad el Bachelona y con motivo del festival me puse a revisionar documentales del compositor. Entre ellos me encontré: Written by Mrs. Bach que sugiere que Anna Magdalena, segunda esposa del músico, podría haber sido la autora de algunas de sus obras más famosas, incluyendo “mi” Preludio. 

Hay informaciones que, al llegar, no solo se procesan en el presente, sino que reescriben el pasado. En este caso, darle un sentido diferente a lo que para mí era el Preludio y todas las veces que lo toqué. Estos giros de guión persisten y quizás por eso, cuando esta semana vi Still Walking (Hirokazu Kore-eda, 2008), algo en su forma contenida de fluir, en la repetición, me lo recordó.

Hay música que no se escucha, se respira. El Preludio es así, una arquitectura de sonidos donde cada compás se sucede sin aspavientos, recomponiéndose a través de la repetición. Movimiento continuo, casi meditativo. Una estructura que parece matemática y una melodía que se pliegue sobre sí misma. Para mí, la repetición aquí es consuelo, es permanencia y es una forma de mantenerse en pie.

De la misma forma en Still Walking, la familia Yokoyama repite. Repite el encuentro anual por el hijo muerto, el menú, las frases veladas, los desprecios suaves, las ofensas sin resolución. Los silencios. Me fascina esa forma de decir sin decir. Es una película extremadamente bella, y al mismo tiempo punzante; pero lo que transmite no es solo dolor, sino también forma, estilo y ritmo. Como en Bach.  

En la película la casa es el centro, como si fuera un personaje más. No se abandona, aunque los personajes están desplazados dentro de ella. La madre es quien mantiene el ritmo con una precisión en sus gestos casi coreográfica. Algo tan nimio, como la disposición de los cepillos de dientes, aquí impacta. Su aparente dulzura sin embargo contiene firmeza.

Ella es crítica con la nueva esposa del marido, una mujer viuda con un hijo. Anna Magdalena entró también en la familia Bach apenas unos meses después de la muerte de la primera esposa. Entrar en una casa en duelo es entrar en un ritmo que no has elegido. Como un intérprete que tiene que ejecutar una partitura ya escrita. Pero, como nos dice Kierkegaard, la repetición literal es un imposible. Algo en la interpretación cambia cuando el cuerpo que ejecuta es otro.   

Repeticiones, sustituciones, dobles me han obsesionado siempre y en Still Walking todos los vivos parecen serlo. El hijo menor no es el héroe muerto, el niño que no lleva la sangre de la familia es una proyección del nieto que pudo ser, la nueva esposa no es el ideal esperado. Nadie es suficiente porque alguien ya ocupó ese lugar antes, real o figurativamente y la ausencia lo ha hecho irremplazable. 

Y sin embargo, la película no condena esa lógica, solo la muestra. El hijo es el que regresa cada año, el que sigue poniendo el cuerpo, como Anna Magdalena, para que otros puedan sonar. A veces ser el doble no es ser menos, y ese aprender a vivir entre el eco y la posibilidad, puede ser profundamente generoso. 

Como en las Fugas que siguen al Preludio, donde una entrada abrupta no detiene la música, solo la transforma. El dolor pasa de puntillas en Still Walking. El desprecio y resignación del padre que no escucha, que comenta sin preguntar, que desacredita sin gritar. Una crueldad que duele más porque parece estructura, lo normal. Los comentarios de la madre caen como piedras, se quedan como heridas abiertas, pero sin réplica. Tras el desprecio no hay estallido, hay una quietud extraña. Cuerpos moviéndose alrededor de la mesa, agua que corre, que te hace contener el aliento. La vida sigue, no del todo igual, o quizás sí.      

Un momento protagonizado por la madre me dejó petrificada. Cuando revela que invita cada año al joven al que su hijo salvó, para recordarle lo ocurrido: “Si no tuviera a quien odiar, no podría soportarlo” dice. Esa violencia dicha con calma, con dulzura, golpea más que un grito. El chico no es culpable, pero es útil, porque el duelo necesita una sombra que justifique la pérdida. Algo a lo que agarrarse para no romperse por dentro. 

Hay momentos en la música de Bach donde la armonía se tensa hasta casi quebrarse, pero no lo hace. Esa tensión entre lo que suena bien y lo que duele es lo que vive esta madre. Entonces entendemos que toda esa ternura que la rodea no es sinónimo de paz, es una forma de resistir sin enloquecer. En esta familia, el duelo no se cura, se ordena.

Dije al principio que era una película bella, y lo mantengo. No solo visualmente. También en la ternura que se cuela en lo cotidiano: el abuelo acariciando al niño, la abuela que sonríe al ver los hoyuelos de la nuera, como la madre trata al niño y le responde que aunque uno muera, no desaparece. 

Hay belleza en cómo los personajes se rozan sin decirlo y en cómo se evitan sin odiarse. En esa forma de estar juntos desde el desacuerdo y la memoria, como si los cuerpos supieran lo que las palabras no alcanzan, que a veces lo único que se puede hacer es quedarse. 

Esos momentos que parecen menores es donde la película encuentra su forma más profunda de amor. No el que repara el dolor, sino el que lo vuelve habitable. Como el Preludio. 

Kierkegaard escribió también: “La esperanza es un vestido nuevo, la remembranza un vestido viejo, la repetición es el vestido eterno”. En Still Walking la repetición no es rutina vacía, es una forma de sostenerse. Quizás por eso el Clave, para mí ya de Anna Magdalena Bach, sigue sonando. 

Porque no busca cerrar, sino volver. Y en esa vuelta, como en la película, algo se transforma. 

Porque no toda repetición es prisión. Algunas, como en el Preludio, como en la casa, como en el duelo y en el amor, son formas de salvación.