Con el cambio de milenio surgió el abismo generalizado de un porvenir incierto. En su concepción fronteriza, acentuada por el efecto 2000, son muchas las obras de ficción que utilizan este marco temporal para resaltar la idea del mañana como esa gran incógnita —¿y en qué otro momento de la vida que no sea la adolescencia resuena con más intensidad esta duda?—. La película surcoreana Victory (2024) explora esta etapa desde su misma cualidad apocalíptica, transformando el desarraigo de una generación perdida desde el motor creativo de sus anhelos vitales y su disconformidad contra todo.
Para trasladar esta emoción, el director Park Beom-su utiliza la danza como elemento catalizador de esa liberación juvenil. Por eso mismo, en el centro del relato sitúa a un grupo de amigas muy diferentes entre sí, que a través del trabajo conjunto estrechan lazos para hacer frente a las imposiciones del mundo autoritario de los adultos. El instituto, como no podía ser de otra manera, se convierte en el campo de batalla, y es ahí donde se desarrolla la mayor parte de la acción, haciendo de esta una historia de clubes escolares, muy extendida entre arquetipos y lugares comunes dentro de un cine japonés donde tendrían cabida títulos en la línea de Swing Girls (2004) de Shinobu Yaguchi o Liz and the Blue Bird (2014) de Naoko Yamada, por ejemplo.
En esta partitura, que recuerda a un sinfín de producciones similares, su principal distinción recae sobre el club escogido que, en este caso, se centra en el deporte de la animación. Aquí, un casting mayormente habituado a los seriales de k-drama ofrece un despliegue de personajes sumamente caricaturizados, donde las pasiones, envidias y amores adolescentes se superponen por medio de un cacao juvenil que va escalando progresivamente. Sin desmerecer esa ambición y la trascendencia del momento —necesaria para resaltar el valor catártico de situaciones relativamente mundanas—, el exceso de subrayados y lo explícito que hacen los sentimientos mostrados recargan la magnitud de emociones hasta un exceso ligeramente desmedido, especialmente en el marco del drama intrafamiliar.
Por otra parte, su lado más luminoso y cómico resulta sobradamente satisfactorio. En el reto a asumir —donde deben aprender a colaborar entre sí para poder seguir haciendo lo que quieren—, la intensidad de los números musicales, sumada a esa carga limítrofe, dotan de importancia a un conjunto resuelto con soltura y estima hacia sus personajes. A su vez, en la observación de estos perfiles variopintos, la película no se olvida de su calidad de comfort movie y también juega con ciertos tropos y resoluciones visuales que devuelven lo que vienen buscando aquellos espectadores asiduos al subgénero.
Victory propone un ameno y nostálgico viaje al precipicio de la adolescencia, y lo hace desde la dignidad y la incorrección de sus protagonistas. Sin grandes alardes ni demasiadas trazas de estilo, el desempeño de una obra bienintencionada y ligera supone un soplo de aire fresco para un entretenimiento estival, propicio e idóneo para lo que fue el Festival Nits de cinema oriental 2025.



