Tenía una chaqueta negra larga que me hacía parecer mayor o, al menos, un poquito más arreglada. Me la ponía los domingos para ir a misa. No recuerdo si hubo algún domingo en que me apeteciera ir; recuerdo más bien protestar por tener que hacerlo, aunque siempre acababa cediendo ante los “hay que ir, que vas a hacer la comunión y te tiene que ver el cura. Después ya harás lo que quieras”. Ahora me alegra haber perdido aquellos rifirrafes con mi madre, haber cedido y haber crecido con el recuerdo de aquel rito religioso. Han pasado dieciocho años desde entonces, y era imposible que pensara que ir a misa podría servirme para algo más que perder una hora de la mañana del domingo, en la que prefería ver la tele o jugar a la Nintendo.
No obstante, después de ver Los domingos, puedo decir que ir a misa me sirvió, al menos, para sonreír ante la habilidad de Alauda Ruiz de Azúa, una directora capaz de integrar al espectador en lo que está viendo como pocas veces antes se ha conseguido. El momento de darse la paz, de pequeña, me gustaba; tal vez porque rompía un poco con el tono y la pasividad imperante durante tres cuartos de hora, o tal vez por otro motivo, el más poético. Lo cierto es que me encuentro ante esta página por escribir con ese mismo sentimiento previo al apretón de manos, acogida al salvoconducto responsorial de daros la paz. Como en la iglesia lo físico lo impide, puede que algo también impida que llegue a todos los bancos; tal vez a los más próximos sí que lo consiga. A los que seamos, os sonrío desde aquí.
Tras pensarlo detenidamente, creo que el éxito de Los domingos —y de tantas otras películas— reside en los paralelismos, en aquello que se alinea, que encuentra su reflejo en otro gesto, en otra situación, y la acompaña. Alauda brilla por un talento innato para trazar esas líneas con una minuciosidad tal que casi logran pasar desapercibidas. Por ejemplo, en la escena de la comida de la comunión, tras adentrarse en el terreno de las conversaciones familiares incómodas, Maite —interpretada por una Patricia López Arnaiz que lleva años consagrándose como uno de los rostros femeninos más inquebrantables de nuestro cine— ofrece café a la familia, como quien se ofrece una tregua a sí misma, una inocente vía de escape para huir de una conversación en la que no desea estar.
Lo mismo hace Iñaki (Miguel Garcés) cuando es Maite, al final de la película, quien conduce el diálogo acalorado en el convento al que acude Ainara para hacer el discernimiento vocacional.
Ese gesto del café, que podría parecer trivial, deja —al menos para mí— el poso enriquecido de pensar que todos podemos actuar como actúan los demás; como actúan todos aquellos a los que nos parecemos justo en el acto deliberado de intentar no parecernos, en determinadas circunstancias. Y es entonces cuando el pretexto que emplea Alauda —el de una adolescente que quiere ser monja— se convierte en una sala de rodaje del amor, la contradicción, nuestras creencias sobre él y las relaciones afectivas. ¿Qué harías tú si ves que el comportamiento de tu hija no se parece al de las demás chicas de su edad? ¿Qué harías si te sientes diferente a las demás chicas de tu edad? ¿Con quién hablarías primero? ¿Con quién hablarías después? ¿Cómo encararías esa conversación: tratando de convencer a tu hija de lo que tú crees que es lo mejor para ella o limitándote a acompañarla en su sentir? (Y aquí me vais a permitir que me invada el espíritu de Susana Romero —Anna Castillo en La llamada—: ¿pero cómo puedes saber tú qué es lo mejor para ella?)
Nos pasa. A todos nos ha pasado. Todos hemos creído alguna vez saber lo que puede ser lo mejor para los otros. Y cuando hay amor, más aún —creo—, amor paternal o maternal, ese sentimiento se agudiza. Me parecería faltar a mi verdad no reconocer que me veo reaccionando de un modo semejante al de los familiares de Ainara: las preguntas sobre la seguridad de sus sentimientos, los recordatorios de lo que “le queda por vivir”. Del mismo modo, me parecería faltar a mi verdad no decir que, como espectadora, en esos momentos, aunque entendía, quería parar. No quería seguir escuchando cómo le decían a Ainara que tiene que conocer el mundo exterior, que tiene que vivir un poco más. No quería más sobreexplicaciones ni sobrecuestionamientos. Quería más dosis de lo de “¿Qué tal el viaje? ¿Cómo estás? ¿Echas de menos lo de fuera?”.
Hay diferentes maneras de amar. Está el amor que pide y reclama, y el amor que espera y acompaña. El amor que las monjas le ofrecen a Ainara es un amor que da espacio, que respeta sus tiempos. El amor de Maite, en cambio, crece en dirección opuesta a lo largo de la película, sujeto a su propio discernimiento de divorcio; espejo de cuántas veces vemos y perseguimos la paja en el ojo ajeno y cuántas no, o excusamos, la viga en el propio. Y el cine bien construido te lo muestra. El cine hecho con verdad amplía nuestra manera de pensar y nuestras opciones de actuar. El espectador honesto saldrá afectado tras ver Los domingos.
Yo, hace ocho años, salía con mi identidad fortalecida del cine después de ver la que lleva siendo, desde entonces, una de mis películas favoritas: La llamada. Hace dieciocho años, decía antes, los domingos no me gustaba demasiado ir a misa. Hoy, gracias a quienes me han dejado ser yo misma, creo que la fe, la llamada o vocación y el amor —la única fuerza verdadera— vencen la incertidumbre constituyendo la paz más duradera que podemos dejar en el mundo. Espero que el rostro de Ainara (Blanca Soroa) nos deje a todos un poco más libres de pecado y protegidos de toda perturbación. Desde esta lectura de la Concha de Oro de San Sebastián, os sonrío.



