Siento mucho decir lo que voy a decir, que no lo dude nadie. Paul Thomas Anderson es un cineasta por el que siento una admiración muy especial. Y Una batalla tras otra, mirando de nuevo hacia una novela de su adorado Thomas Pynchon, para esta cinéfila —como para una inmensa mayoría de sus fans— concitaba todos los elementos para suscitar la máxima expectación en el más gozoso sentido del término. Sin embargo, pese a la incuestionable concatenación de virtudes cinematográficas que de ninguna manera voy a a dejar de mencionar, el resultado global de su propuesta adolece de determinados defectos que a mi parecer jalonan la calidad del film respecto a la brillantez de la trayectoria de su director.
Quisiera comenzar por situar la acción y el contexto socio-político, que sin duda resultan del máximo interés y que por descontado honran a su creador. «Ghetto» Pat Calhoun, también conocido como «Rocket Man» por sus habilidades con la preparación de material explosivo (en la piel de la estrella entre las estrellas, Leonardo di Caprio) perteneció hace dieciséis años a un grupo revolucionario llamado el 75 Francés. La historia arranca así en aquel tiempo, que se parece mucho a nuestro presente, y en una incursión armada para liberar migrantes de sus jaulas en un campo de internamiento increiblemente premonitorio de lo que estaba por llegar. Entre sus compañeros de lucha destaca sobremanera una suerte de líder espiritual llamada Perfidia Beverly Hills (Tayana Taylor) de la que Pat está enamorado y con la que tendrá una hija. Pero la maternidad y las dificultades consecuentes parece que se hacen muy cuesta arriba para la que desciende de una gloriosa estirpe de revolucionarios —así lo afirma su madre sin ambages mientras desprecia la confusión de su inesperado yerno—. Y decide regresar a la acción, mientras él que ya se ha cambiado de nombre para sobrevivir en la clandestinidad, Bob Ferguson, se queda con la preciosa bebé y la cría escondido en la ciudad santuario de Baktan Cross en el norte de California. Pero ese gran golpe vital, ha dejado su huella en el guerrillero que ha cambiado sus ideales por una existencia semideprimida —mira La batalla de Argel, su película preferida, en bucle—, anestesiada por un colocón eterno de marihuana, y obsesivamente angustiada por la seguridad de la que ya se ha convertido en una adolescente. Charlene Calhoun/Willa Ferguson, e incluso “baby Beverly Hills” en honor a su radical progenitora, en la piel de la deslumbrante debutante Chase Infiniti, a la que conoceremos ejercitándose con prestancia en sus ejercicios de karate mientras suena Dirty Work de Steely Dan, parece haber heredado el potente carisma de su madre.
Cuando un enemigo del pasado, el grotesco coronel Steven J. Lockjaw, interpretado por Sean Penn, regrese para saldar comprometidas cuestiones pendientes, el ex revolucionario se tendrá que poner en acción para encontrar a su querida hija, cuando esta asista a una fiesta de instituto. Es a partir de aquí cuando el tramo que podríamos considerar como prólogo de la historia se transforma desde una densidad combativa, reflexiva y existencialista hacia una persecución sin tregua de los contendientes, que mira sin reparos al film ochentero Huida a medianoche (Midnight Run, Martin Brest, 1988) —en palabras del propio creador—, aunque hendida del más caustico sentido del humor marca de la casa Pynchon. De hecho, la sátira juguetea constantemente con los límites de la caricatura, y es en ese terreno donde a mi parecer el estilo tan abrasivo y disfrutable del novelista no cuaja al nivel requerido en la propuesta cinematográfica de Anderson.
Son indudablemente graciosos los episodios de torpona inutilidad del excombatiente, que es incapaz de recordar las contraseñas requeridas del «manual de la rebelión», como las conversaciones desde cabinas telefónicas con la central de los antisistema. Y especialmente con alguno muy repelente y relamido. Pero no puedo evitar disentir de la verosimilitud de la interpretación de di Caprio. No me lo creo, se me presenta continuamente como una versión limitada y descafeinada del inigualable Nota de los hermanos Coen —especialmente cuando grita en español, «¡Viva la Revolución!»—. Precisamente en estos trances hay que destacar al entrañable Sensei Sergio San Carlos, en la piel del gran Benicio del Toro, que se reivindica como el auténtico héroe anónimo y maravilloso del relato. Conocido de Bob por ser el maestro de Willa, la recreación que dedica Anderson a mostrarnos la eficiente estructura y coordinación de su organización clandestina y comunitaria de ayuda a espaldas mojadas procedentes del sur de la frontera, nos regala algunos de los pasajes más extraordinarios de la película. De hecho, esas carreras salvajes de los patinadores punks mexicanos en la noche para salvaguardar a Bob frente a las fuerzas militares fascistas que sitian la ciudad, recuerdan aWassup Rockers de Larry Clark y requieren de un reconocimiento especial respecto al virtuosismo técnico en la filmación.
Es importante señalar que paralelamente a las obtusas iniciativas de Bob, Willa ya ha emprendido la huida para ponerse a salvo por la rápida y decisiva intervención de la antigua rebelde Deandra (Regina Hall). Con ella se refugiará en un convento tapadera de un grupo de monjas guerrilleras que cultivan marihuana verdaderamente desternillante, hasta una resolución final con virtuoso duelo en la carretera solitaria y desértica que vuelve a elevar la película de Anderson hasta las más altas cotas de calidad, confirmándolo como un gran director de secuencias de acción —recordemos que ya en el primer tercio del film, el ritmo de filmación es frenético—.
Como en casi todas las películas de Anderson hay que destacar la jazzística banda sonora de Jonny Greenwood, guitarrista de Radiohead y habitual colaborador de Anderson, que marca como un metrónomo el desarrollo narrativo del film. Además, Una batalla tras otra es una película que merece ser vista en la pantalla grande de una sala de cine. Anderson ha rodado en celuloide en el formato Vistavision, utilizado ya por Brady Corbet en The Brutalist, en el que la película se desplaza horizontalmente en vez de verticalmente, dotando de un aspecto espectacular a los escenarios naturales de California y Texas en los que se ha rodado. Y desde luego, hay que recordar siempre la fascinación del cineasta por el cine de los años 70, que impregna su filmación y se fija en esta ocasión en la magnífica Contra el imperio de la droga (The French Connection, William Friedkin, 1971). En este sentido, no se le puede achacar a Anderson no haber sido capaz de aprehender el “zeitgesist” de una época, de un ideario político y de las motivaciones, angustias y patetismo de todas las partes implicadas. Ha retratado la avalancha de violencia política en Estados Unidos con una energía enfurecida, partiendo de la literalidad del enemigo inmigrante latino, para introducir problemáticas racistas mucho más antiguas, que yo no puedo evitar relacionar con su propia realidad personal —recordemos, Anderson está unido a Maya Rudolph desde hace más de veinte años y tienen cuatro hijos mestizos—. En relación con esta vertiente del discurso del film, permanezcan atentos al ‘Club de amantes de la Navidad’, una sociedad secreta de respetabilísimos millonarios blancos con un peso significativo en la trama.
Para mi, Anderson ha parido su película más comercial, probablemente la más accesible para el gran público, que en la estela extremadamente caricaturesca del estilo Pynchon naufraga en unas cuantas ocasiones, aunque contiene una carga adicional de humanista afectuosidad que es otra de sus virtudes. En la relación de amor incondicional del fracasado luchador con su hija, en el tierno desconcierto de sus relaciones de amistad con colegas no binarios que escapan a la comprensión de Bob, en el esfuerzo titánico por protegerla de los errores de sus padres, se agazapa el alma hermosa de un film evidentemente relevante, por momentos brillante y extraordinario, pero que de ningún modo es el mejor de su magnífico director. Aunque para terminar, me haya conquistado una vez más con la salida para la lucha de la transformada Willa mientras suena la maravillosa American Girl de Tom Petty,
Well, she was an american girl
Raised on promises
She couldn’t help thinkin’ that there
Was a little more to life
Somewhere else
After all it was a great big world
With lots of places to run to […].












