El silencio de Lorna

L’argent

El silencio de Lorna es un buen exponente de muchas cosas. Exponente del conflicto cada vez más alarmante entre la idea de cine en las salas y la vida real de las películas, que vuelan de una punta del mundo a otra adelantándose al mercado tradicional: el film de los Dardenne llega con más de dos años de retraso y se estrena en época de rebajas, como Paranoid Park (idem, Van Sant, 2007) en 2009, como Last Days (idem, Van Sant, 2005) en 2007. Exponente, también, del fenómeno crítico del gatillo fácil y los autores indefensos: muchas de las voces que realmente conocen la trayectoria de los Dardenne parecen habérselos quitado ya de encima como ropa vieja, dejando a los hermanos belgas sin defensores legítimos. Exponente, claro, de un momento importante en el que algunos de los grandes cineastas de ayer parecen encontrarse en una encrucijada decisiva y tantean cautelosamente nuevos caminos (Haneke, Jarmusch, Kawase…). Exponente, incluso, de una idea del cine que se vuelve hoy tanto o más arriesgada que cuando apareció. Porque, antes de entrar de detalles, El silencio de Lorna no deja de ser otra dardenniana apuesta por la transparencia y la frontalidad dramática, por la depuración formal, por la integración de lo real en la ficción como generador del pulso narrativo, más que como elemento de construcción estética. Y ocurre que esa apuesta que en su momento generó tendencia ya no está tan de moda como antes (“Un cine sin estilo”, escribió Luc Dardenne sin saber que al formular esa idea estaba, justamente, creando estilo). De Benning a Raya Martin, de Godard a Weerasethakul o incluso a Costa… Las cosas parecen moverse ahora en el terreno de la mítica y de las imágenes-continente con valor icónico, imágenes en las que palpita el pasado y la leyenda. El cine de autor más arriesgado parece decantarse hoy por el mundo de las sombras. Y los Dardenne siguen filmando la calle a plena luz del día, cada vez más solos. Por eso rodar y lanzar El silencio de Lorna fue (en 2008, cuando esto ocurrió) un acto más arriesgado que hacer lo propio con El niño (L’enfant) en 2005.

Por lo demás, es cierto: estamos probablemente ante el Dardenne más flojo y dubitativo desde La promesa (La promesse, 1996)-, la primera vez en muchos años que el peso de la trama eclipsa a ratos la aspereza y la precisión de los planos, que el cálculo narrativo llega a vencer al pulso de lo real. Pero aún así El silencio de Lorna sigue siendo un Dardenne. Lo es (por coherencia) en el en plano apertura, de una transparencia y concisión admirables (un fajo de billetes en la ventanilla de un banco, un rostro frío y una línea de diálogo con acento del Este: “Para un préstamo. Ya lo hemos hablado. Pronto seré belga y podré hacerlo”). Y lo es (por vitalidad creativa) en la secuencia de cierre, el desenlace más chocante e inesperado que recordamos haber visto en el cine de los Dardenne, demostrando que aún conservan capacidad de sorpresa y que aún tienen algo que decir. Por eso, para los que creemos en el aforismo de Arthur Cravan (“Tiene más mérito descubrir el misterio en la luz que en la sombra… Los lerdos sólo ven lo bello en las cosas bellas”.), Jean-Pierre y Luc Dardenne son cineastas importantes. Lo suficiente como para poder permitirles algunos pasos en falso.