1El umbral/Umbral. Quiero empezar recordando dos umbrales.
El primero de ellos es el umbral cinematográfico por excelencia, es decir, el salto en el que un plano deviene otro plano, el corte preciso en el montaje por el que un rostro deviene otro rostro, o un espacio deviene otro espacio.
El segundo de ellos es el umbral de mi clase de primero de Periodismo, una mañana recién desplomadas las Torres Gemelas. Atravesé aquel umbral porque pensaba que allí sería capaz de desvelarlo todo, de acallar las voces angustiadas que se me clavaban todas las noches en la parte de atrás del cráneo. Pensaba que en aquel aula me uniría a una suerte de soldados de la Verdad, gente de mucho vivir y mucho beber, gente de poblar redacciones semidesérticas a altas horas de la madrugada recorriendo teletipos y teletipos y teletipos. Yo había aprendido que el periodismo era un tercio de Bourbon, un tercio de leer compulsivamente y un tercio de que te dolieran las manos de tanto martillear contra el procesador de textos. Luego descubrí que no, que allí mucha gente iba para hablar de balones o de pasarelas, que de la muerte y del hambre, y de los huesos calcinados en la guerra de Afganistán que estaba empezando, como que daba pereza ponerse a pensar. Se leía mucho el Marca y la Vogue, y los findes muchos subían a las terracitas bien de las azoteas madrileñas para hacer contactos entre los guionistas de los vomiteros de Tele 5.
No acabé esa carrera. Lo digo sin orgullo. No fui lo suficientemente valiente como para entender que el verdadero periodista, al final, era un lobo solitario, un señor que coleccionaba úlceras de estómago al borde mismo de la miseria, un expatriado, un enfermo del cáncer que siempre llega, un tipo con huevos. No acabé esa carrera, pero las voces que se me clavaban todas las noches en la parte de atrás del cráneo no se han silenciado.
2Spotlight (íd., Tom McCarthy, 2015) tiene todas esas ventajas del cine sobrio que cada vez cuesta más aprender a mirar. En un momento histórico en el que parece que el cine pasa necesariamente por una retórica del exceso y que hasta para contar la vida de un vendedor de ordenadores hay que remitir a no se sabe muy bien qué épica abstracta, de pronto llega un tipo que sabe rodar despachos.
Rodar despachos, por cierto, es algo más complicado de lo que parece. Ahí está la fealdad de los objetos, apilados de cualquier manera sobre el escritorio: el ordenador que bosteza, el teléfono manoseado, la taza sin lavar con los posos del café reseco. Y de ahí tiene que surgir una historia, y de ahí se tiene que hacer una retórica fílmica, y de ahí tiene que emerger una cierta palabra que defienda por qué estamos mirando a una serie de seres humanos agotados, vestidos de manera vulgar, tan grises, tan pequeños como nosotros. En ese desvelamiento de lo mediocre se escribe, de pronto, una idea brillante: Spotlight es una película sobre los hombres que hacen bien su trabajo.
McCarthy rueda los despachos más tristes del mundo y en ningún momento se dedica a hacer ningún aspaviento formal. Quizá hay un breve plano secuencia ligeramente dislocado, como si quisiera confirmar que, después de todo, existe un enunciador —lo del plano secuencia a día de hoy, después de todo, no es sino un tic narcisista para dotar de una pátina de calidad a los proyectos de turno, una gimnasia hueca de la escritura cinematográfica—. Hasta la música de Howard Shore es extrañamente convencional, cuidadosa, como si no pudiera o no quisiera subrayar ninguna de las acciones. Simplemente se despliega por detrás de esa fotografía indiferente, distanciada. Es como si los técnicos audiovisuales no quisieran mostrarse en el interior de la cinta, porque muy al contrario, lo que quieren mostrar es que trabajan otros. En esta dirección, Spotlight tiene esa extraña pátina revolucionaria, esa extraña idea que roza el marxismo más escandaloso: el valor de la transformación mediante el buen trabajo, el valor del buen trabajo mediante la transformación. Se ha hablado mucho de hasta qué punto la película retrata el ocaso de una manera de entender la prensa papel, y sin embargo, yo creo que hay que invertir la idea: la película defiende la idea de que el periodismo, como actividad reglada (y remunerada) está lleno de sentido, está plenamente enraizado en el interior de la lógica democrática, y por eso mismo, es una conquista que puede llegar mucho más lejos de lo que sus enterradores nos quieren hacer creer.
Bukowski, en una ocasión, escribió: “Mientras tanto, algún joven de mirada furiosa, solo y desconocido en una habitación estará escribiendo cosas que te harán olvidar a todos los demás”. Eso es el periodismo: soledad, furia, ambición. Hay que estar muy furioso y muy solo para ser un buen periodista. En Spotlight los personajes forman un equipo pero apenas hablan entre ellos. Apenas se cruzan tramas emocionales, románticas, familiares. Lo que queda es una destilación de la furia o de la voluntad, los valores mecánicos que acaban por imponerse ante la inquinidad, los que construyen justicia. “Furia y voluntad para el bien de los débiles”. Esa hubiera sido una definición tan hermosa de periodismo.
3Hace unos meses tuve la ocasión de escribir en este mismo espacio sobre la implacable El club (Pablo Larraín, 2015). Lo que allí era una genialidad de forma y desesperación, aquí es un trazo firme de elegante clasicismo. El horror de los crímenes que sirven de fondo no llega al estómago, no se manifiesta, tiene una suerte de significación que pasa por el todo, por la totalidad. Lo que McCarthy señala es, por así decirlo, la estructura misma del crímen: la existencia de víctimas y verdugos que se amparan tras máscaras de poder para impedir la acción explícita de la ciudadanía. Mientras que la violencia de la cinta de Larraín era precisa y dolorosa como un tajo a la garganta –era una violencia religiosa, de fuego puro, una violencia que nos llevaba al filo mismo de la pregunta por lo humano-, McCarthy se acerca a la mostración de la burocracia del terror, la puesta en escena de su invisibilidad. Las víctimas aquí son mostradas casi con pudor, con delicadeza, como si hubiera algo en ellas que el aparataje del modo de representación clásico no pudiera mantener con claridad.
Al final, McCarthy maneja con sobriedad el umbral con el que comenzaba el texto: hilvana planos, hilvana secuencias, gestiona con brillantez y rigor la información. Casi toda la cinta se apoya en secuencias alternadas mediante un montaje paralelo, como si la ubicuidad del aparato fílmico fuera también la ubicuidad de la actividad periodística. Pero –y aquí está el interés-, muchas veces atravesar un umbral/escena es, en realidad, atravesar un umbral/espejo. Así, un despacho triste poblado por periodistas es simbólicamente igual que un despacho triste poblado por abogados. Así, un campo de golf de opíparos verdes es simbólicamente igual que una opípara gala de beneficencia.
Hay, no obstante, algo que se puede objetar en todo esto: McCarthy se detiene ante la gran pregunta. La auténtica pregunta del millón de dólares que es capaz de formular pero no de responder: ¿Cómo reacciona un creyente ante la evidencia de la magnitud de los crímenes? ¿Qué ocurre con la gestión de su fe, qué ocurre con su ansia de Gracia, qué ocurre con semejante atravesamiento en la presencia del pecado? ¿Cómo es el diálogo severo, profundo, que cada creyente debe conjugar ante el peso demoledor de cada cuerpo infantil destrozado, de cada vida arrasada, de cada mentira oculta? Esa es precisamente la película que, después de Larraín y de McCarthy, sin duda merecería la pena rodar. La película de la lucha en la fe, tomada con todo su rigor, su vigor, su imposible reconciliación. ¿Y si no nos vale aquello de Dios odia el pecado, pero ama al pecador? ¿Y si fuera posible rodar una teodicea, pero a la vez, una cinta profundamente religiosa sobre el peso de la culpa y de los crímenes?
Pero eso, sin duda, no es periodismo, ni es algo que McCarthy probablemente pueda hacer. Su trabajo es mucho más preciso y menos espiritual. Su trazo es materialista, en el mejor sentido de la palabra: mostrar, como decía antes, el buen trabajo y sus buenos efectos.
4Recuerdo el día que atravesé el umbral en mi primera clase de Periodismo, pero no el día que atravesé el umbral de la última. Dylan Thomas escribió aquello tan hermoso de “La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo”. Quién sabe. Quizá todavía guardo algo por aquí dentro de aquel deseo: un tercio de Bourbon, un tercio de leer compulsivamente y un tercio de que te dolieran las manos de tanto martillear contra el procesador de textos. Quién sabe.