El territorio del horror
En una reciente entrevista para Cahiers du Cinéma, Wes Craven afirma que, dentro de las coordenadas del slasher, el territorio que hay que proteger es el de nuestro propio cuerpo. Porque fuera de él no resta nada. Sin embargo, la variante teen del subgénero introduce un matiz en el aforismo: cuando somos adolescentes, nuestro cuerpo se entretiene mutando, modulando una identidad en construcción. Por lo que se hace todavía más difícil defenderlo, porque no acabamos de saber cómo expresarlo; aún constituye un misterio. Quizá por eso las ficciones adolescentes albergan un gregarismo que, de alguna manera, justifica que no estamos solos, que siempre hay una persona que nos acompaña cuando cruzamos un pasillo en la penumbra. La dinámica de grupo como fórmula para enmascarar nuestros miedos, para colectivizarlos, esperando que la fuerza de la manada tape las inseguridades de cada uno de sus miembros.
De entre los múltiples realizadores consagrados a esta veta del cine de horror, Victor Salva es, sin duda, uno de sus paradigmas. Donde determinados arquetipos se han aburguesado hasta perder su efectividad —véase, por ejemplo, el balance negativo ético y estético que está obteniendo Platinum Dunes en sus últimos remakes de películas clave del género—, Salva no duda en dinamitarlos, mientras comprueba pacientemente hasta dónde pueden dar de sí. Y es, tal vez, esta impresión la que anima a un díptico tan sugerente como Jeepers Creepers (2001 y 2003), en el que su objetivo es tensar el subgénero hasta que emerjan de su interior aquellas imágenes que nunca vemos, porque estamos más preocupados por salvaguardar nuestra identidad. En lugar de a la manada, Salva radiografía al monstruo, al anómalo, al único personaje del que nunca conocemos sus intenciones.
Para entender Jeepers Creepers deberíamos situarnos en la posición del voyeur, pero sobre todo en su deseo de conducir a la mirada hacia un nuevo estadio, como si observar no fuese suficiente. Porque, si existe una obsesión en el cine de Salva, es la de conseguir la alquimia de hacer del placer de mirar un instrumento para acceder a la carne. Por eso, existe en la criatura protagonista una delectación en todo lo que constituye los prolegómenos de sus ataques: observa, huele, saborea el miedo, paladea el rostro desencajado de su futura víctima, fantaseando con el momento en que pueda ponerse en su piel, ver precisamente aquello que está viendo. Porque cuando el territorio es tu cuerpo, no hay horror comparable a dejar de ser. Porque cuando eres un monstruo, no hay placer comparable a tomar, como si fuera propio, aquello que antes perteneció a tu víctima. Una y otra posición, especialmente en el horror adolescente, gravitan sobre la sexualidad, exteriorizada en forma de identidad monstruosa a la que exorcizar o aceptar.
La tortuosa biografía de Victor Salva invita a la reflexión moral: ¿Acaso no es el monstruo una manera de ocupar, desde la ficción, aquello que no es posible desde la realidad? En efecto, pero no podemos eludir nuestra responsabilidad, porque también participamos de ese placer que la ficción pone a nuestro alcance. En ambos casos, lo que se plantea es la manera en que cubrimos o desvelamos nuestra identidad cuando buscamos acomodarla a nuestros deseos de normalidad. Disfrutamos exigiendo al monstruo que dé unos cuantos pasos más allá, pero nos preocupa que en algún momento esa figura opuesta desaparezca y todo lo que veamos sea a nosotros mismos, en compañía de nuestros miedos privados. Por eso, frente al acceso hipócrita que supondría definir a Jeepers Creepers como el peculiar exorcismo de su creador, se impone entender el díptico, y con él la práctica totalidad del subgénero, como lo más parecido a una guía para abordar todos esos temas que atormentan a nuestra vida interior.
A menudo confundimos gregarismo con protección, cuando lo que sucede es que obstruimos, a través de la imagen de conjunto, aquello que no queremos ver en nosotros mismos. Por definición, el cine fantástico se ha erigido en metonimia para todo eso que no queremos ver y que, precisamente por ello, debemos representar a través de estrategias laterales. A Victor Salva hay que agradecerle, como al Jack Sholder de Pesadilla en Elm Street 2: La venganza de Freddy (A Nightmare on Elm Street 2: Freddy’s Revenge, 1985), que se inmiscuya en esa constelación de incertidumbre y nos la lance frente a los ojos, obligándonos a cuestionar por qué nos esforzamos tanto en esconderla.
En el fondo, hay miedos que la transición entre la adolescencia y la madurez no termina de enterrar. A pesar de nuestra confianza en el mundo, a veces nos quedamos sin motivos para creer que nuestra identidad, es decir, lo que somos en este preciso momento, no se verá amenazada por algún factor externo. Y, en lugar de enfrentarnos, pendientes de no perder cualquier atributo de lo que nos define, delegamos esa protección en el grupo, la comunidad, la sociedad, cada vez más parasitada por los miedos privados convertidos en públicos —tema principal del horror contemporáneo—. Alguno se preguntará el porqué, y para ello basta con volver sobre nuestros pasos y recordar el aforismo de Craven, más inteligente de lo que pensamos: ¿o acaso no es la obsesión por la carne, el cuerpo o la materia el síntoma de nuestro miedo a descubrirnos menos maduros de lo que creemos? Definitivamente, hemos sobreexpuesto, hasta puerilizarlo, a un concepto como normal. Por eso, cada vez reducimos más las fronteras con todo aquello que vulnera nuestros imperativos morales. Tenemos miedo de descubrir que hace tiempo que dejaron de valer, aunque nos empeñemos en decir lo contrario. Aunque nos empeñemos en pertenecer a la manada cuando disfrutamos siendo el monstruo.