Déjame entrar

Lo bello y lo siniestro

A través de la desesperada confesión de Eli a Oskar «debo irme y vivir, o quedarme y morir», podemos ver una muestra de los extremos opuestos entre los que oscila esta película, y de su extraordinaria conjunción: conformando un todo a la vez poético y a la vez sombrío, tan romántico como tétrico, tan dulce como amargo.

Ella es Ely, una niña recién llegada a un suburbio de Estocolmo que se comporta de una forma muy rara. Una no muerta afligida por un sentimiento de culpa, ya que su moralidad está en contra de lo que su propia condición vampírica le obliga a actuar. Oskar es un niño retraído que sufre bullying. Es una víctima de acoso escolar, que atenúa su trauma imaginándose ser un vengador justiciero en la soledad de la noche, ya que no consigue enfrentarse con valentía ante el asedio que recibe. Es la historia, pues, de dos outsiders de la sociedad; una por su propia condición, otro por las circunstancias personales contra las que no sabe luchar. No es extraño que pronto nazca la conexión entre estos dos seres desamparados, ya que ella necesita de la violencia para sobrevivir, y él la anhela como respuesta a la que es sometido (que le está produciendo cierto bosquejo de una más que futura psicopatía adulta). Juntos van a vivir su primer amor (en el caso de él, porque entre ella y su padre vislumbramos una más que sospechosa relación amorosa). El suyo será un amor extraordinario, y esta fuerza que da el amor verdadero les cambiará el sentido de sus vidas, inevitablemente diferentes a la de los demás.

Así, el director Tomas Alfredson ha recreado un suburbio sueco recubierto por una estética retro – comunista, dándole un aire de austeridad a la historia que, sin duda, favorecerá la compenetración entre el espectador y los personajes principales. Aunque el reclamo para muchos sea el hecho de ser una película de vampiros, los más acérrimos al género pronto se sentirán defraudados si no abren su mente a una película que va más allá del género de terror, que se hunde en la profundidad de los personajes y muestra sus diatribas e imperfecciones. Así pues, no estamos ante el clásico cine de vampiros donde se suceden uno a uno los tópicos del género que encumbró a Bela Lugosi en Drácula (Tod Browning, 1931), ni ante el erotismo estético de la Hammer (con Terence Fisher a la cabeza), si no que estamos, esta vez, ante una revisión metafísica y moral del género: una historia de amor entre dos niños marginales envuelta en un halo lúgubre y nostálgico. Por tanto, podemos encontrar más cercanía con el Drácula de Francis Ford Coppola —por la perfecta sintonía de ambas entre romanticismo y terror—, que con Nosferatu, tanto el patético ser de Murnau, como el inquietante de Herzog.

Atisbamos también la influencia de El señor de las moscas (Sir William Golding, 1954), en cuanto que Alfredson habla de la infancia en un tono anti-rosseauniano, esto es, entendiéndola como una anticipada madurez y germen de la división moral que conlleva la sempiterna lucha entre el bien y el mal. Así, la pérdida de la ingenuidad de estos dos niños (provocada por la fuerza del destino) contrasta con la crueldad del grupo de chavales que maltratan a Oskar. Aunque todos —unos asumiendo el rol de víctimas y otros de victimarios—han roto con la candidez propia de su edad, para dar paso a una vida atestada por la pobreza, el frío y los problemas familiares, sociales y emocionales.

Así, esta soberbia —y sobria—película se centra más en mostrarnos la difícil vida de los personajes principales y su relación, que en mostrar las típicas escenas explícitas del terror más insustancial, y, por tanto, estamos ante un cuento terrorífico a la par que tierno, que mezcla a la perfección el terror, el drama y el romanticismo, y que nos vuelve más empáticos con los vampiros que temerosos de ellos, ya que sufrimos por su idiosincrasia vital. En definitiva, una fábula que es, ante todo, poesía de lo bello, pero también de lo siniestro del alma humana.