Esa otra América…
A dos metros bajo tierra (Six Feet Under. Alan Ball para HBO, 2001-2005) sigue constituyendo, transcurrido más de un lustro de su finalización, uno de los más felices hallazgos de la revolución catódica en que estamos inmersos desde hace años, y que dada la incontestable crisis de identidad en que se encuentra anclado el cine industrial norteamericano —y a rebufo de este, el del resto del mundo— apunta ya de manera innegable a un cambio de paradigma. Esa distinción tan demodé entre la pequeña y la gran pantalla, utilizada tantas veces en el pasado como arma arrojadiza contra aquellos profesionales que se labraban una carrera en el medio televisivo, no tiene razón de ser en la actualidad, apelando a la definitiva eclosión de un concepto, el de audiovisual contemporáneo, mucho más democrático y ajustado a la realidad; a fin de cuentas, ¿Qué sentido tiene diferenciar entre largometrajes, cortometrajes, seriales televisivos, documentales, videoarte o videojuegos cuando, desde diferentes formatos, todos persiguen objetivos similares?
Sin entrar en estériles polémicas, lo que resulta indiscutible a estas alturas es que ciertas cadenas de pago, sin cuyo concurso esta edad de oro no se hubiera producido, constituyen la ansiada tierra de promisión para todos aquellos cineastas que, hastiados de la dictadura de la taquilla, han buscado otros territorios donde poder volcar su creatividad sin tanta cortapisa. El caso de Alan Ball es, a este respecto, esencialmente diferente al de David Lynch o Martin Scorsese, pues sus ocasionales trabajos para el cine —Oscar al mejor guión original por American Beauty (id. Sam Mendes, 1999)— se enmarcan en una relación de larga duración con la televisión, que alcanza su cenit con la HBO, productora tanto de la citada A dos metros bajo tierra como de su continuación inconfesa, Sangre fresca (True Blood. 2008). Y quiero enfatizar lo de continuación, pues pese a lo que una mirada epidérmica pudiera sugerir, los grandes intereses de su creador están presentes por igual en ambas obras, si cabe potenciados en la segunda por el mayor empaque de género.
True Blood apuesta por los códigos —visuales y temáticos— del terror añejo en detrimento del drama de calado existencial de su predecesora, pero tan sólo como armazón para erigir nuevamente un subversivo discurso en defensa de esa parcela de la realidad, no por netamente americana menos universal, vetada a las grandes audiencias. Si en A dos metros bajo tierra los avatares de la californiana familia Fischer levantaban acta de la complejidad inherente al hecho mismo del fin de nuestra existencia, incidiendo en como su inminencia difumina las fronteras entre la vida y la muerte, True Blood asume de modo festivo esa extrañeza, ubicando la acción en una pequeña sociedad rural de Louisiana donde, al igual que en el resto del mundo, los vivos se ven obligados a convivir con los no-muertos, dando lugar a una variada gama de conflictos que no excluyen, evidentemente, los sentimentales/sexuales. De hecho, el hilo conductor de la narración —al igual que en la serie de novelas escritas por Charlaine Harris en que se inspira— lo constituye la relación entre una humana con poderes telepáticos y un taciturno vampiro que reniega de su lado oscuro y trata de aferrarse, desesperadamente, a su último reducto de humanidad.
Ball y su camarilla se valen de la historia de amor/desamor entre Sookie (Anna Paquin) y Bill (Stephen Moyer) para poner de manifiesto la difícil convivencia entre dos facciones enfrentadas y en gran medida irreconciliables, aunque sólo sea porque una de ellas siente un ansia irrefrenable de alimentarse de la otra. De esta manera, la ambivalencia entre ceder a los impulsos primarios y beber verdadera sangre, o socializarse consumiendo un vulgar sucedáneo manufacturado —la sangre fresca que da título a la serie en su versión española— deviene tan metafórica como, en el otro bando, lo son las consecuencias de sucumbir a la adicción que genera la sangre vampírica —una droga potentísima— o al sexo salvaje con alguno de su raza; encontramos así una sugestiva relectura del antagonismo libre albedrío vs ataduras sociales trasladada, para más inri, a un Bon Temps convertido en arquetípica representación del Sur profundo: un fascinante caldo de cultivo donde se cocinan, a fuego lento, el conservadurismo moral, las bajas pasiones y el influjo de determinadas fuerzas, telúricas y ancestrales, que acechan en la oscuridad de la noche.
No olvidemos que, pese a las —evidentes— inquietudes liberales de su máximo responsable, o tal vez merced a ellas, True Blood no olvida en ningún momento su filiación fantástica. En una década terrible para la vertiente más comercial del terror, en la cual sus iconos más reconocibles han venido siendo sistemáticamente ultrajados en aras de la corrección política dominante, esta serie recupera con creces la sangre, sudor y vísceras de antaño, sin perder de vista las reformulaciones recientes de vampiros, hombres-lobo o mutantes. No es que abunden los escalofríos, pero a lo largo de las tres temporadas emitidas hasta la fecha se alternan los momentos profundamente desasosegantes con otros que puntúan la evolución de unos personajes, humanos y sobrenaturales, muy bien perfilados en su variada gama de contradicciones. Precisamente el notable incremento de protagonistas, tramas y sub-tramas respecto A dos metros bajo tierra predispone a True Blood a una mayor irregularidad, lo que sumado a cierta anarquía narrativa y un desconcertante sentido del humor la convierten en un producto más áspero para sensibilidades exquisitas, pese a sus defectos 100% disfrutable para los amantes de la vertiente más insobornable del género. Uno no puede evitar preguntarse, a este respecto, que pensarían los genuinos representantes de esa otra América adicta al té de las cinco si descubrieran, forrando las carpetas de sus hijas adolescentes, fotos de Eric Northman donde antes estaban las de Edward Cullen…