Corazón mecánico
Aquellos que nos dedicamos, de uno u otro modo, por necesidad laboral o por pura adicción, a comentar las películas y hablar de autores, tenemos bastantes feas costumbres. Una de ellas es la de encumbrar a alguien para luego, fariseamente, renegar de él y dejarlo caer (de hecho, propiciar su caída) del ranking de cineastas valorados. Sucedió con Greeenaway, con Gilliam, sucede con Von Trier… no se trata tanto de una decadencia real, puntual o continuada, como podía suceder con Allen o Eastwood. Se trata de un cambio radical en la apreciación de un conjunto de obras y directores. Buena o mala, bien valorada en su conjunto, la trayectoria de un director sufre un incierto revés a partir del cual sus películas, sin ser especialmente distintas de las previas, son valoradas de distinto modo, con mucha mayor dureza.
Ken Loach y los entresijos políticos
Me siento culpable de tal pecado tras ver las dos últimas películas de Ken Loach y los hermanos Dardenne, Jimmy’s Hall (2014) y Dos días, una noche (Deux jours, une nuit, 2014). Ambas me produjeron una sensación de estar hechas con un corazón mecánico. Tienen todos los elementos de la filmografía de sus directores: igualdad, fraternidad y libertad. La reivindicación del obrero, de la solidaridad y de la honestidad. Cada una se mantiene fiel al estilo de la casa. Un estilo naturalista en el caso de Loach, una aproximación al estilo cinema veritè, cámara en mano, con toques de documental, en el caso de los hermanos belgas. Excelentes interpretaciones en ambas. Y, sin embargo, la decepción, la desazón, la sensación de encontrarme con obras realizadas porque algo se tenía que hacer, porque había que conseguir el pan de cada día.
Loach sitúa su obra, bastante modesta en planteamiento y desarrollo, en el año 32, indicándonos mediante subtítulos que tras la independencia irlandesa hubo un periodo de guerra civil entre los que deseaban más libertades y los que apoyaban el tratado con Inglaterra. Jimmy tuvo que huir entonces y tras un exilio de diez años en los Estados Unidos regresa a su pueblo natal. Allí, amigos y conocidos y, significativamente, una nueva generación, le piden, le exigen, la recuperación de aquella sala que construyó y gestionó y donde se aprendía gaélico, danza y música popular, literatura y diversos artes. A la exitosa reapertura se opondrán los poderes fácticos, párroco a la cabeza, y un grupo fascista vinculado al gobierno independiente irlandés. La trama resulta lamentablemente elemental. Jimmy es un personaje perseverante y positivo; pero se explica relativamente poco de los motivos de su huida o sus cuitas en América. Acusados de anticristos y de comunistas (aunque Jimmy tendría mucho de anarquista) el grupo de defensores de la sala resulta tan esquemático e ingenuo como Robert Sean Leonard y Christian Bale junto con el resto de jóvenes alemanes enfrentados a los nazis en Rebeldes del swing (Swing kids, Thomas Carter, 1993). Es obvio que Loach no pretende elaborar un fresco histórico. Lo hizo en dos obras que defendí y que fueron mayoritariamente denostadas, Tierra y libertad (Land and freedom, 1995) y El viento que agita la cebada (The wind that shakes the barley, 2006). En ambos casos Loach y su guionista cómplice, Paul Laverty, también presente ahora, se zambulleron en una clase de historia y aunque el resultado fuera difícil de comprender, no dudaron en evidenciar cómo el conflicto entre las dos Españas y el conflicto entre las dos Irlandas tenía también un factor terrenal, campesino o latifundista. A nivel rural el conflicto se desarrollaba entre dos conceptos agrícolas que enfrentaban a los terratenientes y sus adeptos y aquellos que planteaban un reparto de la tierra. El papel del comunismo, enfrentado a los pequeños minifundistas que no deseaban a las cooperativas, se teñía de sangre. Por otro lado, en el caso de Irlanda, el independentismo estaba surcado por una dolorosa (y ocultada a menudo) lacra de desigualdad social. En Jimmy’s Hall tanto Laverty como Loach apuntan a ello pero la modestia de la obra y la simplicidad, en presentación, nudo y desenlace, nos hacen ver la mecánica de la propuesta. Tal vez, conscientes de los riesgos asumidos y los embates sufridos en obras anteriores, coincidieron en que esta era una opción más ajustada a los tiempos que corren.
Los Hermanos Dardenne y la moral obrera
Los hermanos Dardenne, por su parte, nos han fustigado revolviendo en nuestra mala conciencia de burgueses europeos. No gastan el tono turbio de las construcciones dramáticas, anómalas, inquietantes, de Michael Haneke. Pero nos echan en cara nuestros trapos sucios. Son películas poco complacientes que no dudan en denunciar cómo la ocultación de un accidente laboral de un trabajador por padre e hijo propietarios de la empresa acaba en asesinato (La promesa [La promesse, 1996]), el agónico via crucis de una joven inadaptada tratando de suicidarse (Rosetta, 1999) o los abusos sexuales sobre inmigrantes a manos de mafiosos (El silencio de Lorna [Le silence de Lorna, 2008]).
Absolutamente coherente con su estilo, pues, resulta esta historia de una obrera que durante dos días y una noche, como reza el título de la película, trata de convencer a sus compañeros de trabajo de que voten a su favor. Si consigue el número suficiente de aliados, seguirá en el trabajo; pero todos perderán el bono anual de mil euros. En caso contrario, ella será despedida y los demás cobrarán el bono. El estilo nos aproxima a la acción, a las situaciones de dilema moral, y se basa, como siempre, en el tono de documental. La interpretación, como siempre, excelente; aunque en esta ocasión se disponga de una primera dama del cine francés, Marion Cotillard. El problema radica, para mí, como sucediera en Jimmy’s Hall, en la mecanización del proceso. Sandra se enfrentará con dolor, con vergüenza, a la dinámica de buscar y pedir a cada uno de sus compañeros una decisión favorable para ella y desfavorable para los demás. Sabemos, conociendo a los Dardenne, que no dejarán palo alguno por tocar: la pobreza, por supuesto; pero también la inmigración, la marginación, la violencia doméstica. Y equilibran las decisiones. Si un inmigrante da voto a favor, otro lo hará en contra. Si una amiga le es favorable, otra la ignorará. Conociendo a los Dardenne podemos pensar que al final Sandra no va a conseguir su objetivo, pero que algo puede obtener a cambio… Y poco nos equivocamos. Dos días, una noche funciona para el espectador concienciado. Pero no aporta nada nuevo al cine de los Dardenne y da, lamentablemente, la sensación de ser vieja. No sería un problema de falta de ambición, como sería el caso de la obra de Loach, sino de rutina.
Lo dicho, corazones mecánicos. Y no soy nadie para dar consejos pero unos y otros debieran tenerlo bien presente. Clic, clac, clic, clac, clic, clac… hasta que, de tanto latir, el corazón se para.