Ocupados en menesteres funerarios tales como el entierro de los despojos de la posmodernidad (Los odiosos ocho, ¡Ave, César!) o el embalsamamiento de formas clásicas, bien como luces de posición de nuestro presente (Aliados, La La Land) o de decoración del mismo (Carol, Kubo y las dos cuerdas mágicas), Albert Serra nos sorprendió en 2016 poniendo sobre la mesa una prueba de vida de la todavía más olvidada modernidad: formas marmóreas para convicciones vaporosas. Porque entre la disolución posmoderna del relato y su reconstrucción neoclásica —urgida desde la televisión y su alumbramiento de audiencias acurrucadas en el sofá, retrasando su eterno retorno a la intemperie de lo real—, habíamos abandonado el siempre incómodo estado de cuestionamiento, cuando podemos negarlo todo excepto nuestros propios términos. Y eso hace Serra en La muerte de Luis XIV, negarlo todo salvo lo que no se puede negar: la muerte.
De ahí que la vitalidad pictórica con que nace cada encuadre rara vez resista la duración del mismo, terminando por desaparecer en penumbras más evocadoras del vacío que de la oscuridad. La cámara, incluso en momentos de aparente fijación ininterrumpida por corte alguno, no busca penetrar el tejido de la realidad, sino exponer su evanescencia. La finalidad se ve reemplazada por la materialidad en parlamentos concisos, silencios invadeables o miradas vanas —si con Hong Sang-soo se despenalizó el zoom, con Serra vuelve a reconocerse la complejidad expresiva del primer plano. Los personajes parecen actores de una representación destinada a disimular su propia conciencia de la futilidad de la historia, de la política o del poder, amparados en un humor contenido y barroquizado de lúgubre solemnidad. Esos actores somos el público actual, a quienes el Rey Sol agonizante, o acaso el propio Jean-Pierre Léaud, un mito más a nuestra medida, nos sostiene una mirada galvanizada por la música de Mozart, lo más parecido a la eternidad que ha dado nuestra especie y, acaso por eso mismo, de una intrascendencia lacerante. Toca reformular una vez más nuestra conjura para seguir agotando el presente, y (no nos quepa duda) en 2017 lo haremos mejor.