El color, ni más ni menos
Entre El grito (Il grido, 1957) y El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964), dirigidas ambas por Michelangelo Antonioni, hay siete años de distancia. Ambas se desarrollan en un paisaje industrial y presentan dos personajes, masculino en la primera y femenino en la segunda, emocionalmente desubicados por un trauma reciente –el abandono en la primera, un accidente de coche en el caso de la segunda–. Pero el perfil psicológico y el desarrollo emocional de ambas es completamente diferente. Entre ambas Antonioni dirigió La aventura (L’avventura, 1960), La noche (La notte, 1961) y El eclipse (L’eclisse, 1962), tres películas que estética y narrativamente dejan de observar el pasado para mirar hacia el futuro.
Es por eso que las dos películas citadas arriba, con temas parejos, evoquen dos tiempos tan diferentes; El grito todavía contiene pequeños rescoldos del neorrealismo, que abandonó completamente su director en sus próximas películas. A grandes rasgos, la primera narra el viaje de un hombre que ha dejado su trabajo después de ser abandonado por su amante. Entonces toma la decisión de viajar; se mueve, trata de buscar el porqué de su situación, en vano. En El desierto rojo, vemos a Giuliana (Monica Vitti) correr en repetidas ocasiones, pero no se traslada… Antonioni nos ofrece aquí la percepción de un personaje que contiene una culpa que pesa sobre su cuerpo y la forma de abordar esos pensamientos recónditos no se desarrolla a través del diálogo ni del monólogo, ni de acciones o gestos trascendentales que nos faciliten la dirección hacia la que debemos dirigirnos para comprender a Giuliana, sino que persigue incesantemente a la protagonista, la avasalla con la cámara para poder llegar a ellos.
Conviene recordar que ésta es la primera película en color de su director, y que está meditada con paciencia para que sea en color y éste tenga un contenido que permita crear sensaciones que sustituyan al diálogo, pero esquivando superfluos simbolismos. El conjunto resultante ofrece dos necesarias reflexiones.
Por una parte, y aunque Antonioni se mostró vago al respecto, el color refleja el estado mental de la protagonista, a medio camino entre la neurosis y el existencialismo. Es decir, Giuliana percibe el entorno como una pátina de colores abstractos, indefinidos, en la que su mayor miedo es tener miedo, y ese tener miedo es el acto que condiciona su negativa a tomar decisiones, a rellenar su vida con actos, acciones. Por esa negativa al movimiento Giuliana no puede encontrar ningún tipo de libertad, adquirir conocimiento, sentir la vida, existir. Sin existencia, no hay contenido. Por eso, más que desplazarse, deambula en un paisaje muchas veces grisáceo, fétido otras tantas, donde el escenario es el desierto de la industria y sus residuos contaminantes. Pero no hemos de engañarnos, cuando le dice a Corrado (Richard Harris) que si ella tuviera que viajar se lo llevaría todo, porque esos son sus recuerdos, la realidad que percibimos es que si ella tuviera que emprender algún viaje su maleta todavía estaría llena de nada porque su vida es un folio en blanco.
Por otra parte, conviene centrarse en la construcción del paisaje a través del uso del color. Si eliminamos el mismo del reproductor de dvd mientras visionamos El desierto rojo, el blanco y negro no refleja en absoluto el espacio construido por Antonioni y que recogerán muchos cineastas de la posmodernidad, desde Wong Kar Wai hasta un buen conjunto de cineastas urbanos estadounidenses del siglo XXI, sin olvidar el impacto en cineastas franceses como Nicolas Klotz y Bruno Dumont. Es esa paleta de colores, fríos en su mayoría, los que impregnan de carácter a la película, los que apoyan la comprensión de la misma, los que sustituyen al diálogo y hacen de éste, muchas veces, algo banal. Son los colores los que posibilitan que El desierto rojo sea hoy una de las películas clave de la década de los sesenta.