La pasión y el exceso
A menudo te preguntas qué motivo te conduce, cada vez que surge la cuestión, a citar a Andrzej Zulawski entre tus cineastas favoritos. Recuerdas cómo hace unos años, en una feria del libro de ocasión, encontraste a precio de saldo un ejemplar de Lo importante es amar, quizá la mejor novela escrita por Christopher Frank. En aquel momento, escribes ahora, desconocías quién era Zulawski, pero el entusiasmado prólogo —que explicaba como nadie el auge y caída de Frank, el melodrama al límite cuyas coordenadas trazaba la novela y los excesos de su traslación al cine— te llevó, inevitablemente, a buscar la película. También piensas en el texto de Lawrence Durrell que abre el relato, una cita extraída de Justine que sintetiza la intensidad emocional que desplegará la narración de Frank. Muy pronto, Servais y Nadine encontraron los rasgos de Fabio Testi y Romy Schneider. En su primera escena, la cámara acechaba lentamente a una Romy/Nadine en camisón recostada sobre el cadáver de su amante. Recuerdas cómo el clic de la cámara fotográfica del personaje interpretado por Testi despierta la primera mirada de Nadine. Sus ojos tristes, cansados y al mismo tiempo abrasadores, se clavan en el rostro de Servais.
Con Lo importante es amar (L’important c’est d’aimer, 1975), escribes, Zulawski sublimó el melodrama hasta llevarlo a su verdadera naturaleza: la pasión y el exceso. Frente a una actriz que malvive trabajando en películas eróticas y ahoga su felicidad junto a hombre-niño impotente, un fotógrafo incapaz de amar, cuyo deseo le conduce a destruir a cada persona (su amigo, su anterior pareja, su padre) con la que se cruza. Cada vez que Servais puede consumar su deseo por Nadine, esa sensación que surge de lo más profundo de nuestro interior le impide llevarlo a cabo. Enamorado de la imagen —como Jacques, el marido impotente, que colecciona retratos de actrices como Louise Brooks o Mary Pickford—, se obliga a conocer la realidad tras Nadine. Excesiva y, al mismo tiempo, profundamente humana, Lo importante es amar describe ese sentimiento de vacío compartido entre dos criaturas que, deseando amar, han olvidado en qué lugar dejaron su corazón.
El éxito de su primera película francesa permitió a Zulawski continuar una carrera que, en la Polonia del comunismo moderado, había quedado interrumpida. Antes, un joven Andrzej debutaría narrando la descomposición de su país. La tercera parte de la noche (Trzecia czesc nocy, 1971) comenzaba en el terreno de la metáfora, con la esposa del protagonista recitando unos versos del Apocalipsis. Poco a poco, la metáfora se abandonaría a la realidad al retratar la degradación del pueblo polaco ante la ocupación alemana. En la época más cruel del nazismo, Zulawski apenas era un niño. Sin embargo, recuerdas, las narraciones familiares —la película adaptaba una novela de su padre— le llevaron a incorporar un episodio biográfico: la red de voluntarios sujetos a experimentos médicos a cambio de cartillas de racionamiento. En esas circunstancias, la necesaria supervivencia les condujo a aceptar que les inoculasen enfermedades como el tifus a través de piojos que portaban atados en sus piernas.
La enfermedad, el contagio y la decadencia transportaban la alegoría sobre la cerrazón comunista a su estadio más literal. Así, en un paso todavía más firme en esa dirección, Zulawski explotó con mayor vehemencia el presente negro que se cernía sobre Polonia. En Diabel (1972), el cineasta echaba la vista hacia el Siglo XVIII, cuando su país se defendía ante el acoso del ejército prusiano. A través de su mirada, el Siglo de las Luces se transformaba en tinieblas, en el episodio más bajo de la razón humana. El héroe, salvado de la muerte por el diablo en persona, iniciaba una ruta hacia la locura, la delación y el asesinato. Con dos siglos de distancia, Zulawski afilaba su crítica contra la mordaza ideológica impuesta por el gobierno. A su manera, Diabel constituía el epílogo de su primer filme, esto es, el paseo por la laguna Estigia en compañía de Caronte. Tras vivir la desintegración de todo rasgo de humanidad en el episodio más inhumano posible de nuestra Historia reciente, el siguiente paso no podía ser otro que el relato desde el lado de los muertos. El puro horror.
Perseguido y censurado —Diabel tardó años en estrenarse y el gobierno hundió En el globo plateado (Na srebrnym globie, 1988), su proyecto más ambicioso—, Zulawski hizo del exilio su nueva patria. Detienes tu escritura. Piensas, por un momento, en la definición de su cine que se dio en una retrospectiva reciente en Estados Unidos: exceso histérico. Vuelves a pensar en la década de los ochenta, sin duda, la más fértil creativamente de su carrera. Recuerdas a Isabelle Adjani en La posesión (Possession, 1981), su balbuceo, descontrolado e intermitente, ante una talla de Jesucristo. Anna y Mark viven en el Berlín dividido por el muro. Sin embargo, su distanciamiento comienza a estallar en pequeños gestos cada vez menos explicables. A veces, piensas, la separación (o los motivos) no son demasiado explicables. A veces, simplemente, el entorno nos exige reconstruir nuestra identidad, quiénes somos, para continuar existiendo. La posesión podría ser la historia de una reconstrucción, de una transición, entre el retrato de un matrimonio destruido y sus nuevos avatares. Zulawski, poseído y entregado a su historia, invade cada palmo de la pantalla —la cámara de Bruno Nuytten nunca volverá a estar tan encima de los actores—, de las vidas de sus personajes, y combina de manera insólita la violencia más gráfica con la ternura más extraña. El rostro de Anna/Adjani, enloquecido y desencajado, parece exhortarnos, una y otra vez, a entender (o querer entender) la complicada situación en la que se sumerge el matrimonio. Los gritos en las galerías del metro, el encuentro sexual con el monstruo y el apocalipsis final son, tal vez, la única forma posible de relatar la transición hacia una etapa, la separación, para la que a veces no sabemos qué palabras utilizar.
En los ochenta, escribes, Zulawski consiguió su sueño imposible: reunir dinero suficiente para levantar con facilidad nuevos proyectos. No. Te gustaría tachar eso que acabas de escribir. En realidad, ese imposible consistió en el encuentro, fulgurante y definitivo, con la que sería su modelo de mujer zulawskiana: Sophie Marceau. Recuerdas L’amour braque (1985), con el tiempo tu película favorita, la ternura con la que arropa la primera aparición de Marie. Junto al fuego, terriblemente sola, extiende las manos en busca de un poco de calor mientras las lágrimas surcan sus mejillas. Estamos ante la película más exagerada, más radicalmente libre, que Zulawski rodará en su vida. Una visión de El idiota de Dostoievski llevada hasta el disparate; una película donde los personajes vulneran, una y otra vez, la cuarta pared; donde se escupe a la cámara; donde los gangsters bailan claqué, las putas recitan lecturas marxistas y los personajes nunca tocan del todo el suelo. Tú, en cambio, recuerdas que la ternura siempre aparece por encima de la violencia. Evocas a Marie, una vez más, con el pulgar en la boca; a León, el idiota, atacado por sus brotes epilépticos mientras busca algún lugar al que agarrarse. Porque esa es la clave de la película: todos los personajes buscan algo que los sujete, pero nunca lo encuentran. El filme avanza como un cómic febril, a la espera de que sus protagonistas terminen consumidos en su espiral autodestructiva. Como en Lo importante es amar y La posesión, en L’amour braque flota la incertidumbre de no saber a qué, y con qué, agarrarnos. Así, los personajes, parásitos enamorados, sanguijuelas que se devoran las unas a las otras, terminan solos, abandonados, en mitad del escenario.
Fruto de su libertad como cineasta, Zulawski hizo del escenario, del folletín y la metaficción los aspectos fundamentales de su obra. En La mujer pública (La femme publique, 1984), una representación de Dostoievski, otra vez, servía como marco para el enésimo triángulo amoroso entre dos hombres-niño —su modelo de masculinidad— y una mujer. La pasión desbordada explicada a través de un relato continuamente ridiculizado. A menudo, escribes, Zulawski parecía empeñado en dinamitar sus propias películas. El séquito de personajes grotescos que adornaban el paisaje siempre ponía en peligro incluso el único momento de calma de su cine. Y, sin embargo, no dejas de pensar que hasta el detalle más sórdido de sus tramas revela un profundo amor por sus personajes. Recuerdas a ese afásico interpretado por Jacques Dutronc en Mis noches son más bellas que tus días (Mes nuits sont plus belles que vos tours, 1989). Derrotado por la enfermedad crea un lenguaje computerizado que, en algún momento de su vida, le permitirá expresar todas esas palabras que su cerebro ha olvidado procesar. Mientras su memoria se consume, agota cada pedazo de vida pensando en esa improbable artista de un espectáculo de circo interpretada por Sophie Marceau. Nunca Zulawski fue tan tierno como en esa película, tan comprensivo, tan cercano con ese payaso triste incorporado por Dutronc.
Con los noventa, la carrera de Zulawski comienza a bajar de revoluciones. Tras agotar su crédito en Francia, su regreso a Polonia con Szamanka (1996) desencadena una nueva serie de turbulencias. Recuerdas cómo, tras el intenso esfuerzo depositado en su personaje, Iwona Petry casi dejó el cine. Pocas criaturas de su obra han dado tanto frente a la pantalla. En Szamanka hombre y mujer están más cerca que nunca de las pulsiones del sexo y la violencia. Zulawski rastrea, infatigable, el cuerpo de su actriz, la acosa, venera y ataca, con toda la furia que su aventura francesa había mitigado. La historia del filme, en cambio, nos habla de chamanes y vestigios, de fetiches y creencias que devoran cualquier sueño de la razón. Una vez más, lo místico consume lo material, la carne acaba con las emociones. Los personajes entregan sus cuerpos apasionadamente mientras reducen sus sentimientos a balbuceos casi intraducibles. La fascinación, el amor desbordado, detona en un apocalipsis nuclear que, de alguna manera, remite a esa segunda oportunidad mediante la cual poder encontrarnos.
Masacrado por la crítica, Zulawski volvió a dirigir su carrera hacia Francia, donde, con la ayuda de Paulo Branco, levantó su último filme hasta la fecha, La fidelidad (La fidelité, 2000). Símbolo de la primera novela moderna, Madame de La Fayette y su obra La princesa de Clèves representan la apoteosis de esa manera de entender el cine, radical y salvaje, del director polaco. Con la complicidad de Sophie Marceau, La fidelidad se erige en el retrato de madurez de esa pasión descarnada, efímera y volátil, que una y otra vez, exceso tras exceso, los personajes de su cine soñaron alcanzar. Ahora, escribes, deberías terminar explicando por qué te gusta tanto el cine de Zulawski, qué encuentras tan tierno en su interior. Los personajes de su obra siempre se dan de bruces con el amor, consumen su pasión hasta la demencia y agotan su vida mientras intentan balbucear una llamada de auxilio. Sin embargo, siempre recuerdas la extraña dedicatoria que alguien garabateó en la última hoja de aquel libro de Christopher Frank: “Estamos hechos para nadar en la corriente, no para encallar en la orilla”. Y, por alguna razón que el tiempo te ha llevado a madurar, piensas que esa es la definición perfecta de lo que te hace sentir el cine de Zulawski. Su pasión y su exceso.