Escrito sobre la arena
Al poco de conocerse, Lancaster Dodd inicia su labor terapéutica con Freddie Quell: su propósito es unir los fragmentos del despedazado ex marine, reconstruir su tormentoso pasado, domar su impulsividad; a la postre, acabar con su errática vida, someter su salvajismo y desesperación, convirtiéndolo en miembro del grupo —La Causa— que lidera. Dicho de otra forma: para Lancaster, la redención de Freddie habrá de pasar por integrar primero su pasado, y luego reconducir su vida futura, en un relato, el que ha creado “el Maestro” de la secta con la que Freddie se ha topado azarosamente.
El método del Maestro se sustenta en la hipnosis y en una regresión regeneradora al pasado, incluso a vidas pasadas. “No parpadees” le dice Dodd cuando inician el tratamiento. Es inevitable: todo ello nos recuerda el ideal hipnótico del clasicismo, la desesperada persecución de la armonía, la subsunción del tiempo en una perfecta causalidad, la conversión del caos en la escritura de unos trazos legibles, la severa pero suave conducción del espectador por el relato—¿es acaso casualidad que el nombre del grupo aluda a la causalidad, principio rector de una narración trasparente, de fisonomía clásica?—. Todo será finalmente en vano.
El cine de Paul Thomas Anderson se ha ido alejando progresivamente de la búsqueda de clasicismo, de la redención proveniente no ya de las incidencias de la trama sino de la misma formalización de sus películas. El dislocamiento narrativo de la última parte de Pozos de ambición (There Will be Blood. 2007) en The Master ya ha invadido al relato desde el principio. Si Daniel Plainview era un personaje al que apenas podíamos acceder, aquí Freddie, como la misma película, es un personaje apenas legible. En Pozos de ambición el carácter abrupto, incluso violento, de la narración reflejaba el progresivo desquiciamiento de Daniel Plainview; en The Master esa mirada “trastornada”, la que solo ve sus obsesiones en las manchas del test de Rorschach que al que le someten al principio de la historia, es ya la que funda el relato.
Pero estas fricciones, en realidad, han conformado toda la obra de PT Anderson, aunque se haya declinado de formas diferentes en cada una de sus películas: en su último largometraje, el cara a cara entre Freddie y el Maestro sobre el que se sustenta la película es también el enfrentamiento entre esas dos tendencias opuestas que conviven desde el principio en el director americano [1] —lo que no implica polaridades simplificadoras: con frecuencia Freddie y Lancaster Dodd se intercambian los papeles, o mejor, se confunden, y es que las transferencias entre ellos a lo largo de la historia son numerosas.
Finalizada la guerra Freddie comienza a trabajar como fotógrafo de unos grandes almacenes. “No parpadees”, seguramente, sea también la frase que más repita en su trabajo. Durante toda la película, sin embargo, su mirada es una mirada desquiciada, cuando no perdida en el vacío. En Boogie Nights (1997) un inolvidable plano sostenido sobre la mirada pensativa de Dirk Diggler antecedía a su decisión de “volver a casa”, de reconciliarse con su maestro, el director Jack Horner. Evidentemente, ese retorno de Dirk Diggler, o el de muchos de los personajes en el tramo final de Magnolia (1999), es también la vuelta al hogar que es el clasicismo. En The Master, esas miradas al vacío, por el contrario, no son seguidas por un propósito claro, ni fácilmente interpretables; Freddie vuelve a casa —una casa inhóspita, fría, en sombras—, pero solo para despedirse, probablemente de forma definitiva [2]. En The Master, significativamente, la principal encargada de mantener la cohesión del grupo reunido en torno a La Causa, una falsa armonía, es la señora Dodd, un personaje maquiavélico, que maneja los hilos en la sombra, pero que ha de retirarse de escena, resignada, en el encuentro final entre el Maestro y Freddie.
Si en Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) Barry y Lena lograban construir juntos un relato amenazado continuamente por el vacío, y en Magnolia un amplio grupo de personajes lograban edificar entre todos una historia unitaria, cohesionar lo que permanecía disgregado, en The Master todo eso ya no es posible. Pareciera que la culpa que atenaza a los personajes de las primeras películas de Anderson fuera también la de su director —respecto a la relación establecida con sus mayores— en esos momentos de su carrera: amenazadas continuamente por la disgregación y la destrucción, partiendo en algún caso de lo fragmentario, y siempre de lo inarmónico, películas como Boogie Nights, Magnolia o Embriagado de amor arribaban a algo parecido a la armonía, una armonía que parecían necesitar tanto los personajes como su director. Pero ni Plainview ni Freddie sienten ya culpa alguna: acaso de aquí provenga el poderoso sentimiento de ruptura —respecto a sus películas previas, respecto a la transparencia clásica— que estas dos películas transmiten, aunque sea en buena medida de forma engañosa: Pozos de ambición y The Master simplemente radicalizan, en cuanto que finalmente no las reconducen, las múltiples rupturas presentes en sus primeros largometrajes, y además son muchos los vasos comunicantes que estos dos filmes establecen con los anteriores [3].
Es también a partir de todo esto que The Master ofrece su personalísima mirada sobre la reciente historia de los EEUU y, ante todo, sobre la reconstrucción de la Historia por el cine. Es decir, Anderson —no muy alejado, por ejemplo, del cine histórico de Theo Angelopoulos— reconstruye la Historia haciendo que nosotros reconstruyamos, lo intentemos, la historia, el relato; la imposibilidad completa de lo segundo nos habla de lo voluntariamente artificioso y a la postre falaz de lo primero.
Freddie, pues, es finalmente indomable para La Causa. Si en algunas ocasiones la defiende lo hace siempre violentamente, más por impulsos irracionales que por convencimiento, como si de un animal herido se tratara. Sus movimientos y gestualidad, todo su aspecto, evocan animalidad, de forma similar a la de Plainview en Pozos de ambición. El salvajismo de los protagonistas de estas dos películas, pues, discurre de forma paralela a la de la salvaje, indomable, modernidad mostrada en la formalización de ambas; dos personajes, en definitiva, inabarcables por una civilizada narrativa. Y es que, como ya había hecho Pasolini, por poner un ejemplo, Anderson, «retorna» en sus dos últimas películas a cierto primitivismo cinematográfico, pero como si fuera para renacer, para reinventar la mirada, el pasado, a él mismo,… Lo cierto es que, profundizando hasta tal punto en este primitivismo, llega a la más rigurosa modernidad.
Acaso todo lo hasta aquí visto explique que el comentario más repetido tras la visión de The Master probablemente haya sido: “necesito verla más veces” —también por mí, por cierto—: como si nuestra mirada no hubiera accedido apenas a la propuesta de Paul Thomas Anderson, como si solo hubiera intuido retazos, como si nos faltara algo. Pareciera que Anderson ha intuido esa sensación final: “métela dentro, que se ha salido”, es la última frase de la película, frase que podría interpretarse como una insinuación socarrona del previsible desconcierto del espectador al final de la película y de su —tal vez inevitable— necesidad de completar los vacíos y de encontrar explicación a los misterios de su último largometraje [4].
Y si bien es cierto que todas las películas de PT Anderson solo adquieren su verdadero sentido en la apreciación de los detalles que pasan desapercibidos en una primera mirada, como ocurre con todos los grandes cineastas, en su caso lo es aún más debido a la extraordinaria precisión y densidad de su puesta en escena. Pero lo que quiero resaltar aquí es que en The Master todo ello tiene implicaciones diferentes: tras ver Magnolia, por ejemplo, uno siente que la ha abarcado suficientemente, error del que solo se va saliendo tras sucesivas visiones; en The Master —como también, aunque algo menos intensamente, en Pozos de ambición— esa sensación te invade desde el principio, desde su primer visionado.
Y es que, como hace el Maestro con su libro, la última película de PT Anderson esconde sus secretos bajo tierra, de modo que nos hallamos ante una película tan enorme que solo se deja coger con la yema de los dedos, tan inmensa que si pretendes asirla completamente se te escapa de las manos. Tan vasta como el océano que ofrece su primera imagen a la película, tan inasible como ese agua sobre el que un navío traza el turbulento surco que va a ser también el del relato, tan escurridiza como su protagonista. A la conclusión de la película, y a falta de un trineo consumido por el fuego, el pasado y el deseo, la inocencia y el amor, los cimientos de la personalidad de Freddie y del relato mismo, la cifra de la memoria de ambos,… en definitiva, los vagos recuerdos del Paraíso Perdido, los salvaguarda una mujer de arena.
[1] Un plano magistral de The Master sintetiza visualmente esta fructífera convivencia: el plano frontal que recoge a los dos principales personajes de la historia encerrados en sendas celdas, Freddie a la izquierda, absolutamente descontrolado, destructivo, y el Maestro a la derecha, sereno, aparentemente imperturbable.
[2] Curiosamente, esa imposibilidad del regreso a los orígenes importa un regreso (o casi) a los orígenes del cine de PT Anderson: como ya ocurría en su primer largometraje, Sydney (Hard Eight. 1996), en The Master finalmente no hay vuelta posible, reconciliación con el pasado. La diferencia—fundamental— estriba en que Sydney lo intenta, atenazado por la culpa; en The Master resulta imposible saber, como en Pozos de ambición, si Freddie siente algún tipo de remordimiento por su pasado violento, y en cualquier caso es más el Maestro que el propio Freddie el que busca algún tipo de redención
[3] Si comparamos el guion de The Master con la película resultante, se comprueba que cada vez más Anderson realiza numerosas modificaciones sobre ese libreto inicial y, más importante, que esos cambios, realizados en la fase de rodaje o en la del montaje, van dirigidos prácticamente siempre a hacer menos explícitos los sucesos de la trama, la motivación de los personajes y la naturaleza de la relación entre ellos. Progresivamente, pues, la labor como director de Anderson se dirige a destruir la férrea cohesión de sus guiones, a convertir en caos lo que en la fase de escritura era fluidez y transparencia.
[4] Al margen de que aluda, más literalmente, al final de otra de sus películas: Boogie Nights también concluye con una polla que se ha salido, pero que vuelve a su sitio al final del último plano. Esta estrategia de otorgar un altísimo valor significante a la última frase pronunciada en el relato ya la encontrábamos en Embriagado de amor (ese “bien, vamos allá” de Lena que respondía a la primera frase de la película (el “sigo esperando” de Barry) o en Pozos de ambición, donde como en The Master adquiría valores autoreflexivos: “I`m finished” decía Plainview al final de la película.
El nivel de auto exigencia del director es directamente proporcional al del futuro espectador. P.T. Anderson ha llegado a un punto sin retorno, que será de nosotros.