Impropio Yimou
Es importante que aclare, a modo de preámbulo, que para mí Zhang Yimou es uno de los cineastas con más talento no solo de los últimos treinta años, sino de toda la Historia del cine. Desde que en 1987 realizara la excelente Sorgo rojo (Hong gao liang), se convirtió en precursor de un puntero nuevo cine oriental, embajador de las contradicciones de ese país que veinticinco años después ha devenido en la segunda potencia mundial y, sobre todo, en autor con universo, estilo y dramaturgia propios. Se fue confirmando rápidamente gracias a la intensísima Semilla de crisantemo (Ju Dou, 1990), tres obras redondas consecutivas (La linterna roja —Da hong deng long gao gao gua, 1991—, Qiu Ju, una mujer china —Qiu Ju da guan si, 1992— y ¡Vivir! —Huozhe, 1994—) y la menos conocida pero fascinante La joya de Shangai (Yao a yao yao dao waipo qiao, 1995). Convertido en el cineasta de referencia de los años noventa, y dando por finalizada una etapa estilística, termina la década con una obra menor como Keep Cool (Mantén la calma) (You hua hao hao shuo, 1997) y tres notables y muy diferentes películas de transición, una emocionante visión de la China rural y de la vocación pedagógica en Ni uno menos (Yi ge dou bu neng shao, 1999), una delicada aunque algo tipificada historia romántica en El camino a casa (Wo de fu qin mu qin, 1999) y una singular comedia como Happy Times (Xingfu shiguang, 2000). La década de los dos mil, aunque demasiado influida por el «nuevo» cine de artes marciales, comienza con la brillantísima Héroe (Ying xiong, 2002) y la vibrante La casa de las dagas voladoras (Shi mian mai fu, 2004), y contiene la más desconocida de sus películas, La búsqueda (Qian li zou dan qi, 2005); dedicado a colaborar con el Gobierno chino en la organización de las Olimpiadas de Pekín 2008, cierra la década con un intento atractivo pero no convincente de retomar la sofisticación de La joya de Shangai, en La maldición de la flor dorada (Man cheng jin dai huang jin jia, 2006), con una de sus películas más extrañas (y sugerentes), Una mujer, una pistola y una tienda de fideos chinos (San qiang pai an jing qi, 2009) y con otra sutil y elegante historia de amor que recuerda y supera El camino a casa, Amor bajo el espino blanco (Shan zha shu zhi lian, 2010). En todo este tiempo Zhang Yimou ha recibido decenas de los más importantes reconocimientos, entre los que resulta inevitable destacar el Oso de Oro en el Festival de Berlín (Sorgo rojo), el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes (¡Vivir!), y dos Leones de Oro en Venecia (Qiu Ju, una mujer china y Ni uno menos).
Y así llegamos a Las flores de la guerra (Jin líng shí san chai, 2011), comenzando nueva década con la que es, hasta la fecha, su peor película. Me ha parecido relevante destacar mi admiración por Yimou, a lo largo de toda su carrera, para ponderar mejor el significado de mi rechazo frontal a este filme impropio de su trayectoria. Más allá de lo difícil que es construir una filmografía impecable y sin tropezones, dificultad que afecta a todos los cineastas que son y han sido, es cierto que el director chino emprendió un singular y peligroso rumbo hacia el manierismo desde La joya de Shangai que, con algunas excepciones, ha dominado un cine por lo demás formalmente brillante y de una notable coherencia poética. Sin embargo, es en el tránsito entre las dos últimas dos décadas (2007-2013), enmarañado en su colaboración —más o menos criticable según el fanatismo político— con el Gobierno chino y quizá un tanto ensoberbecido por el unánime reconocimiento internacional a su talento, cuando Yimou se ha ido perdiendo entre espectaculares galas culturales o deportivas y monumentales representaciones operísticas. Perdiendo para el cine, y solo parcialmente, esperemos. La cierta desorientación que transmiten —lejos de la solidísima coherencia del periodo 1987-1994— los filmes firmados desde 2005 y, sobre todo, su última película, así lo atestiguan.
Las flores de la guerra es, por encima de todo, una obra difusa, incoherente, convencional, perezosa y ramplona. Parece como si Yimou se la hubiera encargado a un ayudante de dirección de Hollywood o al director de la segunda unidad. Quiere partir de un verismo bélico que provendría del Kubrick de Senderos de gloria hasta el Spielberg de Salvar al soldado Ryan pero termina anclada en un preciosismo de cartón piedra extraño e inasible. Parece que pretende un cierto intimismo emocional (al menos eso indican algunas esforzadas e interesantes escenas de la pareja protagonista), pero acaba literalmente arrasado por un alud de recursos hiperbólicos y reiterados hasta la náusea (imágenes ralentizadas, fogonazos de luz tamizada, susurrantes coros musicales…). Y, sobre todo, comienza siendo un relato más o menos convincente de un afecto de guerra en un país en guerra, para terminar convirtiéndose en una más que discutible historia de un falso heroísmo en un mundo sin héroes. El final pretendidamente sentimentalista no solo resulta previsible y fallido, sino casi vergonzantemente simple.
Lo que ocurre es que Zhang Yimou tiene, verdaderamente, mucho talento. Y aunque, como digo, no parece una película filmada por él, conserva algunas capacidades que nos sacan eventualmente del letargo propio de una interminable, almibarada y desnortada película de dos horas y media: la capacidad de transportarnos mediante la creación de algunas imágenes de mérito a un universo propio, de carmín, polvo, sangre, luces difusas y sombras perpetuas, tristeza y pasión, podredumbre moral, sacrificio, dolor; la capacidad de sentirnos concernidos por una emoción fugaz pero intensísima entre los dos protagonistas, aunque sea solo durante unos minutos; la capacidad de reflexionar sobre lo moral sin aparentar reflexión y sin hablar de moral; la capacidad de construir personajes —eminentemente femeninos— en los que podemos mirarnos sin sentirnos ajenos; la capacidad de realizar amagos narrativos que nos hacen esperar que en algún momento el filme arranque y despegue, aunque la espera sea infructuosa.
No es fácil predecir lo que ocurrirá con una filmografía en marcha, pero creo que Las flores de la guerra no puede ser sino un filme bisagra. Yimou cambiará de rumbo, volverá a los orígenes, o seguirá investigando, pero su trayectoria no será la misma después de esta obra que, si es honesto, él mismo habrá visto como ajena, una vez terminada. La brillantez es muy difícil de disimular, pero cuando aparece tan enfangada entre la mediocridad resulta casi más frustrante que la medianía congénita. En mi opinión, la obra futura de este gran cineasta que ya pasará a la Historia con seguridad, tendrá más que ver con Sorgo rojo y Amor bajo el espino blanco, bien con La joya de Shangai y La maldición de la flor dorada, o con un viaje dubitativo y apasionado entre esas dos grandes corrientes de su cine. Pero no puede, no debe ser bajo ningún concepto nada que se parezca a Las flores de la guerra.